Sep
03
2019

La solidaridad las salvó de derrumbarse

“Mi mamá casi se enterró con mi hermano Eduardo”, dice Luz Ángela Garzón Páez. El restaurante familiar que lideraba Ana, la madre de los dos se vino abajo, como ella, cuando su hijo desapareció en Fontibón (localidad de Bogotá) y fue hallado muerto, meses después, en Cimitarra (Santander). Hoy, sin embargo, las dos ayudan a otras personas a encontrar a sus seres queridos.

Bogotá, D.C.Bogotá, D.C.

El 4 de marzo de 2008 Eduardo Garzón Páez no llegó a trabajar a las 8:00 de la mañana, al restaurante que manejaba con su mamá y una de sus hermanas en la Escuela de Carreteras de la Policía, en Fontibón, en el occidente de Bogotá. Era muy extraño, nunca había faltado. Siempre se iba entre 5 y 6 de la tarde. Dos días después, su familia puso el denuncio ante la Fiscalía y cinco meses después hallaron sus restos óseos en una bóveda del cementerio de Cimitarra, Santander. En ese momento, 32 años después de su nacimiento, Eduardo se había convertido en el NN13.

Desde entonces la vida de su mamá, Ana Páez, se convirtió en un remolino de dolor y rabia que, no obstante, no pudo quitarle su sentimiento de solidaridad. Después de tener varios negocios de comida, Ana abandonó todo y se dedicó primero a buscar a su hijo y luego, una vez recibió sus restos, concentró su energía en tratar de limpiar su nombre y en ayudar a otras madres y familiares a encontrar a sus seres queridos, vivos o muertos, a través de la Fundación Madres de los Falsos Positivos de Soacha y Bogotá (Mafapo), de la que hace parte.

“Apague esa grabadora hágame el favor, no tenemos porqué contarle nuestra vida a nadie”, dijo levantando la voz, molesta, cuando vio a dos periodistas de la Unidad para las Víctimas hablando con su hija Luz Ángela. Tras expresarle comprensión por sus sentimientos, los reporteros pudieron continuar con su trabajo, con autorización de Ana, quien, varios minutos después, pidió disculpas.

Esa es la montaña rusa de emociones en la que vive desde el 2008. Primero fue la desaparición de su hijo en marzo, el mayor de los cuatro que tuvo; luego, saber que el último registro del celular de él fue en Cimitarra, Santander, un lugar muy alejado de Fontibón, donde Eduardo vivía y trabajaba, al que nunca había ido y del que nunca había hablado.

El tercer choque emocional vino cuando, meses después, la Fiscalía la llamó para que fuera a reconocer a su hijo en unas fotos de NN hallados en el cementerio de Cimitarra y a someterse a unas pruebas de ADN; posteriormente, llegó lo más fuerte: el 28 de agosto de 2008 tuvo que recoger los restos óseos de su hijo en el municipio santandereano.

Y faltaba aún más. Varios días pasaron para que se enterara de que su hijo había sido asesinado el 5 de marzo, un día después de su desaparición y, para aumentar su rabia y su dolor, vio en televisión la foto de Eduardo como parte de un listado de guerrilleros dados de baja en combate.

Hoy, 11 años después, Ana sigue adelante a pesar de las dificultades. Si vida la reparte entre Mafapo y su trabajo preparando comida en un hospital geriátrico. “La lucha es seguir recuperando los cuerpos de los que faltan, queremos ayudar, todos los familiares de los desaparecidos somos una sola familia”, insiste Luz Ángela, quien se dedica a apoyar a su mamá en todas las actividades. Por eso se hicieron presentes en el acto que la Unidad para las Víctimas organizó en honor a las víctimas de desaparición forzada en el parque Lourdes de Bogotá.

De esa manera las dos son resilientes. Comparten el dolor con otras familias y entre todas se esfuerzan por limpiar los nombres de sus hijos.  “Mi hijo no era guerrillero, ya casi se graduaba de abogado, tenía tres hijos, era servicial, buen hijo”, dijo Ana. Y Luz Ángela agregó: “Eduardo era muy amigo de todos, desde la coronel de la escuela de carreteras donde teníamos el restaurante, para abajo, por su don de gente, no teníamos necesidad de hacerle mal a nadie porque trabajábamos honestamente”.

Por eso fue tan impactante ver su foto en televisión: “Para mí fue desastroso, mi hermano no tenía necesidad de irse ni a raspar coca ni a cuidar una finca, además siempre andaba bien vestido, impecable y, cuando nos mostraron fotos, tenía un uniforme mal puesto, unas botas que no estaban pisadas, los botones del pantalón no estaban bien abrochados, entonces, uno lo que analiza es que lo mataron, lo vistieron y lo botaron”, dice Luz Ángela.

Fue entonces cuando, según relata ella, “mi mamá quiso acabar con todo; hoy ella viene a los eventos, habla y ríe, y sigue adelante, pero llegan momentos en que dice que está enterrada con su hijo”. No obstante, el optimismo, la solidaridad, la fe y la esperanza pueden más y les permiten seguir con sus vidas. Hacen parte del Registro Único de Víctimas y Luz Ángela expresa con convicción: “Esperamos a ver qué nos tiene Dios en el camino porque solo Dios ya tiene trazado el camino de nosotras”.

(Fin/DRR/LMY)