Dic
31
2021

Crónica de un retorno indígena anunciado

En diciembre, 1.165 indígenas emberas desplazados que se encontraban en el parque La Florida, en Bogotá, regresaron a sus tierras ancestrales en Risaralda y Chocó. Muchos estuvieron más de dos años sobreviviendo en la capital, estadía que no fue para nada fácil.

Bogotá, D.C.Bogotá, D.C.

Por Erick González G. y Edwin Herrera

¡Vamos, vamos, vamos!, gritan desde los buses organizados en fila india. Los cornetazos repiten esa intención. Cada llamado entrevera montaña, fauna, hierba apacible y tiene un tono de aire limpio, tibio, de terruño de campo. Cada cornetazo de las flotas parece invocar con urgencia a los sagrados espíritus para que guíen a mujeres y hombres del pueblo embera en el retorno al portal de su cosmovisión, en Mistrató y Pueblo Bello, en Risaralda, y permitan abandonar, bajo su protección, esta ‘caosvisión’ de turba y frío capitalinos.  

Estos llamados reverberan el 1º. de diciembre en el Parque La Florida, en los confines de Bogotá, por la calle 80, a las ocho de la noche, donde hormiguean 125 familias embera chamí que sobrevivieron por un tiempo el desarraigo sufrido por causa, según ellos, del ELN.  

Durante su travesía por el asfalto, la indiferencia y el desafecto bogotanos no siempre estuvieron en esas tres moles de ladrillo de dos y tres pisos de alto que parecen la maqueta de una ciudadela, el ensayo de un hábitat urbano con capacidad para dos guetos: los embera chamí y los embera katíos. Como diría el gran escritor mexicano Juan Villoro en su libro de crónicas El vértigo horizontal: “Una ciudad dormitorio”.    

Digo sobrevivieron y no alojaron u hospedaron y menos acogieron, porque esas palabras se escriben con calidez o por lo menos con algo de tibieza, y esta especie de apartheid, en el que era necesario congregarlos para que la Unidad para las Víctimas lograra su retorno a tierras risaraldenses, esta despojado de estas cualidades, pese a la protección de las entidades responsables de su manutención y salud.

Para muchos emberas, han sido más de dos años pernoctando en sectores muy disímiles. Unos dicen haber llegado a Ciudad Bolívar; otros, al sector de República de Canadá, en los cerros surorientales vía Villavicencio. El orden de los lugares no altera el resultado: sobrevivir a toda costa.

Algunos hombres salieron a trabajar como José Arley, de 27 años, quien lideró el proceso de retorno masivo de su pueblo chamí. La construcción le ofreció el pan de cada día. Sudaba un millón quinientos mensuales mientras pudo hacerlo, porque al llegar al Parque la Florida debió renunciar a ese sueldo. 

Pero al parecer quienes más trabajaron fueron las mujeres. No es muy claro si más por instinto de supervivencia maternal o por instinto de desidia paternal o ambos, algunas mujeres salieron a vender chaquiras al centro de Bogotá, por la Plaza de Bolívar, punto capital y marginal, entre palomas y oraciones, donde la necesidad busca su margen de ganancias. 

En la triste biografía de muchas personas, este sector del septimazo, del corrientazo con sopa, principio, seco y jugo hasta la calle 26, es tal vez el primer ensayo del rebusque en sus vidas, que según su fortuna se convierte en diario: habitaciones paga diario, el cobra diario y conseguir pal’ diario.  

Este sector, referente en mendicidad y venta ambulante, es donde ambos sectores de la economía informal por medio de las gafas a mil, devedés con películas de cartelera o de cine arte, memorias de música, artesanías indígenas, cuarzos, venta de minutos, chances, acetatos envejecidos o rejuvenecidos por la moda, galguerías, ropa, tintos, aromáticas, megáfonos y limosnas, espera que la suerte no los deje al margen.      

Allí, “vendíamos las chaquiras a 15.000, a 30.000 pesos. A veces no vendíamos nada en el día”, comenta Adelina Nengarabichacoa, embera chamí, quien esperaba regresar a su pueblo, en Risaralda, justo 20 días después del primer contingente retornado. 

Aunque esa marginalidad se ha extendido y enrarecido. Ahora en este mundo de “mix”, “club mix”, “feature”, “remake”, “revival” y “reboot”, que en últimas no son otra cosa que herramientas de cambios artísticos para adaptarse a las exigencias de la economía actual, en un planeta que no logra remasterizarse a sí mismo, se ven niñas indígenas emberas katíos, casi párvulas, en las calles del norte de Bogotá, en un espacio de dos metros por dos, como si fuera un microresguardo ambulante y mendicante, asimilando la injusticia con la venta de artesanías y adaptando sus danzas a las circunstancias para incentivar la caridad. 

Esa es la táctica y la estrategia para su supervivencia, diría el poeta Mario Benedetti. En el norte de la ciudad, sus bailes no rivalizan con las coreografías de Michael Jackson por la limosna. ¿En esa disputa es necesario decir quién pierde?      

Esa fotografía de la madre con sus hijas desplazadas y un parlante pueden hacerla en la calle 81 con carrera novena, esquina nororiental, o en la calle 87 con carrera 11, costado occidental. La fotogenia es igual, solo cambia el número de niñas y lactantes. ¿Por qué no se ve a hombres indígenas en la misma actitud de supervivencia? 

“Los hombres salen a comprar ropa que después revenden”, asegura Adelina ante el interrogante, aunque aletea la inconformidad ante la respuesta. ¿Sería un descaro el cambio de rol?

El segundo turno

El ¡vamos, vamos, vamos! también se escucha el 20 de diciembre. Esta película de la madre y del padre con sus hijos, en el Parque La Florida, es un remake del 1º. de diciembre, pero en función de 11 de la noche. El argumento es igual, la fotografía, la fotogenia, el hormigueo de la gente, el cortejo… ni siquiera cambian los actores secundarios o servidores públicos, quizá un poco los extras —medios de comunicación—; solo cambia el número de buses y familias y añade otro lugar de retorno: tres camiones con enseres, doce buses, 125 familias, 415 personas el 1º. de diciembre. Veinte buses, cinco camiones, 750 personas, 215 familias parten el 20 veinte de diciembre, de las cuales 115 van para Bagadó, en el Chocó, y 100 a Pueblo Rico, en Risaralda.  

Para esta logística de un adiós —aunque Colombia es tan indescifrable que podría ser el ensayo de un hasta pronto— la Unidad para las Víctimas dispuso, en la salida y en la meta, de 29 funcionarios y de $1.500 millones para ambas fases del retorno. 

En tierra prometida 

Con la llegada de los camiones al territorio comienza el verdadero regreso. El colegio del lugar de recepción —como siempre, cuando esto sucede—se convierte en la bodega pasajera de las pertenencias retornadas. 

Dirigidos por la guardia indígena y con las indicaciones de su gobernador, Julio Alberto Nayazá, una docena de hombres menudos de no más de 160 centímetros, con una fuerza que desmiente su tamaño, empiezan el desfile, hacia el aula máxima ¿o mínima?, de armarios, bicicletas, camas, estufas, ropa y hasta una lavadora que sorprende a propios y extraños.

Amarras, martillos, machetes, serruchos, limas, azadones, barretones y 4.800 tejas de zinc es el otro inventario que conforman los kits de mejoramiento de vivienda, que la institucionalidad entrega a las familias retornadas y receptoras.  

El Día D llegó. La tímida luz del amanecer del 2 de diciembre colorea los trajes de las mujeres de las familias receptoras que estuvieron en vilo y en vela durante cinco horas antes de la llegada de sus familiares y amigos; todas comparten una despedida, su motivo y la data: más de 700 días de ese recuerdo. 

Al divisar los buses, algunos aplausos y una que otra lágrima se escaparon al estoicismo embera. Después de viajar durante toda la noche, y buena parte en duermevela, poco más de 400 personas desembarcaron en el parque central de Pueblo Rico. Son 900 personas fundidas en un solo abrazo.

Los casi 30 grados y la humedad de los límites con el Chocó obliga las chaquetas al cinto y remangarse. 

Esta parada tiene una doble intención: reclamar la ayuda humanitaria y sus enseres para organizar la última diáspora. A muchos los esperan los jeeps que los conducirán en su tramo final de poco más de una hora hasta la vereda Gitó Dokabú. La brújula de otras familias apunta hacia otros resguardos ubicados en los territorios étnicos Paparidó, Lumadé, Chipá, Arenales, Santa Rita, Sinaí, Marruecos, Barakirura y Alto Barakirura, entre otros; algunos a cuatro horas de camino a lomo de mula y otros valiéndose de la modernidad, a media hora en motocarro. 

“Es una alegría inmensa poder llegar a nuestro territorio en donde nos esperan familiares y amigos. Estoy feliz, la verdad no tengo más palabras para describir lo que siento, vivir en Bogotá no es fácil, pasamos muchas necesidades, mientras que acá uno puede rebuscarse la comida con mayor facilidad”, dice José Arley Siagama.

Libardo Mulato Campo, de 18 años, vivió el mismo júbilo el 22 de diciembre. Trabajó para otras comunidades mientras estuvo en Bogotá. “Muy feliz de regresar”, expresó. Regresa con ahorros para invertir en su casa. 

Esa emoción la comparte Herminia Enembare Kama, ese es el nombre que se le entiende en el escaso español de esta mujer embera chamí que no sabe leer ni escribir, deficiencia con la que se desplazaba en la ciudad para vender chaquiras con sus cuatro hijos y ningún marido, para mantenerse y comprar ropa para el frío capitalino. “Se siente bien regresar a la tierra”, manifiesta. 

Ahora, todos los embera retornados tienen la misma esperanza de José Arley: “Esperamos que las instituciones no nos olviden y nos cumplan todo lo que hemos pactado, queremos tener unas condiciones dignas para permanecer en el territorio; tuvimos un viaje súper, pero esto no es solo el retorno, es lo que viene en adelante, sobre todo en tema de vivienda y cultivos”.

En esto días navideños, los retornados dan infinitas gracias por tan soberano beneficio, en especial cuando Bogotá para muchos migrantes es un sepulturero paciente. El desarraigo pide ser compensado con historias. La oralidad tan afín a esas comunidades se encargará de esa lección.

(EGG/COG)