Abril 9 2021 - Cesar - Valledupar
Por Vannesa Romero
En una tierra bañada por los ríos Guatapurí, Badillo, Ariguaní y Cesar, entre otros, donde el gran Cacique Upar de la etnia Chimila luchó con su cuerpo y alma contra los españoles, quienes lo obligaron a dar su último suspiro durante un juicio ausente de toda humanidad; en esa tierra llamada Valledupar, adornada con frondosidades de cedros, mangos, acacias, guanábanos, cañaguates y ceibas, nació esta mujer que supo cocinar con amor la receta de su vida.
Yulieth Maestre era feliz entre los aromas frutales y más cuando se trataba de comer con sus primos, sus cómplices de aventuras. “Nos la pasábamos subiendo al palo de mango y comiendo su fruto arriba en el copito, como le decíamos, en la punta del palo. Fue muy bonito eso”, recuerda Yulieth. Las carcajadas de todos ellos rompían el silencio de las calles calurosas cuando pasaban corriendo, volaban cometa, jugaban boliche… cuando la vida era diferente.
Pero a los 15 años Yulieth, junto con sus tías, conoció el amargo sabor de la violencia que llegó al tranquilo pueblo de El Alto de la Vuelta, donde un frente armado hizo de las suyas en aquella zona. La fría Bogotá la recibió como su nuevo hogar, donde no compartía sabores con su cálida Valledupar, pero que iba mostrándole ingredientes nuevos para una receta que había empezado hacía mucho y sin saberlo.
De la nada
“Nosotros somos cultivadores desde niños; en mi casa mis primos y todos cultivábamos café, arroz, algodón. A mí me llevaban desde chiquitica a coger algodón. A los 12 o 13 años comenzamos a cultivar frutas. Cuando me casé en Bogotá, empezamos un proyecto de hacer pulpas, mermeladas y jaleas”, comenta esta mujer que siempre recibe la vida con una sonrisa. Allí iniciaron casi sin un peso, pero con muchas ganas de mostrarle al mundo que la vida sabe diferente cuando el fogón no se deja apagar ni con la más dura prueba.
La licuadora de la casa era la única herramienta de trabajo. “Fue muy duro cuando empezamos porque no teníamos máquina para sellar, no teníamos nada. Comprábamos las bolsitas que tienen sellado fácil para empacar las pulpas”. Los pensamientos de cómo conseguir recursos dificultaban la conciliación del sueño, pero no el apetito de mostrar su talento.
Ya van cinco años de preparaciones y de aromas mezclados con manzanas, piñas, mangos, peras, fresas, moras, naranjas y frascos llenos de amor, de comprensión, de paciencia, de esperanza… y de todo lo que la vida le ha traído a Yulieth, incluso de esas lágrimas que un día transformaron la tristeza en el regocijo de sanar las heridas que no se ven.
No fue fácil, pero el camino pedregoso trajo consigo las manos de amigos que le guiaron en todo el proceso. “Nos metimos a un proyecto con Prosperidad Social y nos dieron los registros Invima y unas maquinarias. Estamos pegados de la mano de Dios, primeramente, que es el que me ha sacado adelante”, afirma.
Sazón para el alma
Los golpes la hicieron más fuerte y, desprovista de cualquier rencor, levantó sus manos, pero no para cobrar venganza, sino para arremangarse y cocinar con bondad, ternura y júbilo y permitir que la vida le añadiera otra esencia.
“Declaré en el mismo pueblo del que fui desplazada, pero no presté mucha atención, no declaré enseguida sino con el tiempo. Cuando me desplacé para Bogotá comencé a buscar a la Unidad para las Víctimas al saber que me podían brindar ayuda psicosocial para mí y para los niños”, explica Yulieth al reconocer la importancia de un alivio para el alma. “Uno casi siempre busca es una ayuda económica, pero pienso que la ayuda psicológica es hasta más importante que la plata, porque es lo que tenemos que sanar realmente”.
En la entidad le asesoraron sobre cómo mostrar sus productos, cómo venderlos y también la relacionaron con otras entidades que le brindaron ayuda. A ella no le da pena tocar puertas y mostrar lo que sabe hacer, porque ya ha demostrado que vende productos de calidad saludables e incluso aptos para diabéticos.
Nuevas recetas
La pandemia tocó hasta la fibra más delicada de algunos seres humanos y Yulieth no fue la excepción. Tuvo que decidirse a acudir, casa por casa, a la buena voluntad de sus vecinos en la localidad de Teusaquillo, en Bogotá, y comenzó a recoger una libra de arroz, dos de lentejas y varias más de cuanto pudieran dar. Amigos y familiares lo reunieron todo sobre una mesa y, con una bicicleta como ayuda, fueron donando los paquetes de mercados que lograron armar para los desplazados, los habitantes de calle, las madres que salían con sus hijos a rebuscarse un plato de comida y para las familias más necesitadas.
“Gracias a Dios lo pudimos hacer, pero a raíz de eso vimos otra necesidad y eran las personas que no tenían dónde cocinar. Entonces comenzamos a hacer 40 almuerzos para donarlos y eso se fue rápido, mejor dicho, no alcanzamos ni a llegar a dos cuadras cuando ya los repartimos todos”.
Fue un año que tuvo un inicio igual de duro que en otras oportunidades, pues tenía que pedir prestado un espacio para cocinar los almuerzos y, con todos esos obstáculos, lograron organizar 80 almuerzos para repartirlos en un carrito de mercado. “La suma siguió a 120, 200, 400, y a la fecha ya llevamos 10.900 almuerzos entregados gracias a Dios. Desde hace ocho meses, más o menos, tenemos nuestro propio restaurante para cocinar las comidas para donar”.
Yulieth sabe que pueden dar mucho más que eso y asegura que quieren ser parte de la solución y no del problema, quieren seguir ayudando a saciar el hambre de corazones que ya no le hallan sabor a la vida. “Ese es nuestro lema, queremos seguir apoyando y esperamos que la Unidad para las Víctimas nos siga ayudando, porque ya tenemos nuestros registros Invima. Ahora lo que necesitamos es un empujoncito para que las entidades nos colaboren y nos den la oportunidad de entrar para venderles, para así seguir generando empleo, porque teníamos 12 personas trabajando acá, pero quedamos en 6”.
El ingrediente perfecto
En sus sueños siempre existió la intención de darle la mano a todos y ahora lo reconoce como una de sus principales habilidades, como la preparación correcta para calmar la sed de aquel que fue desarraigado de su tierra. “La verdad, esto es algo que amo, me apasiona servir. Quiero estar en pro del prójimo y ayudar. Mientras Dios me dé vida y salud, hasta el último día que esté en esta tierra voy a servir”.
A aquellos que recibe con la dulzura de su voz, les dice que una indemnización es importante, pero el servirle a la comunidad es más gratificante porque “nosotros somos capaces de dar más que eso, más que una indemnización. Podemos dar amor, paz, tranquilidad, esperanza”.
Esa esperanza, como aquella que siempre lleva consigo, como aquella que tienen sus paisanos, la que inspira aquel monumento hecho por el maestro Jorge Maestre en homenaje al Gran Cacique Upar y que se puede admirar en la glorieta de la Terminal de Transportes de Valledupar, esa esperanza que la lleva a enfrentar el mundo para no darse por vencida, para seguir caminando día a día buscando corazones y enseñarles que pueden saborear el perdón cuando atizan el fuego de la fortaleza, esa que logró que Yulieth pudiera hacer que el sinsabor de una tragedia se endulzara con la pulpa del alma: el amor.