Sandra Marcela Alcáceres
Abril 9 2021 - Tolima -Ibagué

9 Abril 2021

Por Willyam Peña Gutiérrez

En la mañana del 18 julio de 2011, el médico Harold Trujillo, especialista de la Unidad de Cuidados Intensivos del Hospital Federico Lleras Acosta de Ibagué, preguntó una vez más a la enfermera de turno:

—¿La paciente de la 240 falleció?

—No, cada día está mejor —fue la respuesta de la enfermera.

Conectada a la red de gases medicinales, a un saturómetro para medir el porcentaje de la hemoglobina en sangre y a un respirador artificial, Sandra Marcela Alcáceres de 31 años era esa paciente. Había ingresado hacía 25 días víctima de un ataque con arma blanca. Una herida en el brazo izquierdo, otra a milímetros del corazón y dos más de mayor gravedad en la espalda la mantenían bajo pronóstico reservado.

“En los propósitos del mundo, tal vez yo hubiera muerto hace rato, pero Dios tenía planes conmigo, al igual que los tiene con cualquiera de las mujeres que vean esta historia”, relata diez años después de este episodio. Sandra utiliza esta frase para sintetizar una vida marcada por el dolor que le dejó el conflicto armado, la violencia sexual e intrafamiliar; pero también por la capacidad de perdón, fruto de la resiliencia y de su fe en Dios.

Sus primeros años se forjaron en San Fernando, un corregimiento de menos de 5.000 habitantes ubicado en el municipio del Líbano, Tolima, territorio de influencia del desaparecido movimiento guerrillero Bolcheviques del ELN. Tristezas y mucho llanto son los recuerdos de su infancia. Junto con su hermano, sus padres la dejaron al cuidado de su abuela antes de cumplir dos años. Esperó constantemente un reencuentro. Que estaban en Venezuela, le dijeron siempre, pero con el tiempo logró entender por qué nunca pudo conocerlos.

Antes de cumplir 11 años, y sin aún haber soportado el verdadero rigor de la tragedia, fue en dos ocasiones víctima de intento de abuso sexual por familiares cercanos. “Mi infancia no fue muy bonita que digamos; tuve muchas vivencias dolorosas”, recuerda, aunque de esos episodios de trabajo forzado, maltrato físico y psicológico prefiere no profundizar. 

El infierno       

Tenía doce años y, a pesar de sus miedos, quiso huir de los castigos y maltratos familiares. Sin saberlo, tal vez lo hizo atendiendo al pensamiento del fundador del municipio, el general Isidro Parra: “El Líbano, donde se nace para ser libres o se muere antes que ser esclavos”.

“En el pueblo había una señora que me ofreció ir a trabajar al Líbano y me brindaba una vida en la que no iba a recibir maltratos”, rememora. La vistieron con ropa apretada y en la noche llegó la sentencia: “Usted se va a ganar la vida es tomando trago y acostándose con los hombres”.

Huyó por segunda vez, soportó hambre y noches de frío durmiendo en el parque de pueblo. La brisa del volcán Nevado del Ruiz, el mismo que el 13 de noviembre de 1985 arrasó con Armero, penetraba en sus huesos y, sobre todo, atormentaba su alma.

“Para mí eso fue muy impactante, porque yo me había ido de la casa por los abusos y ahora me encontraba igual”, dice.

El mundo se negaba a darle una oportunidad. Y de ser reclutada por una proxeneta, pasó a la experiencia más dolorosa de su vida: el reclutamiento forzado por la guerrilla. En el mismo parque otra mujer la convenció de ir a trabajar a una finca. Se adentraron en la montaña en compañía de otros menores. Viajaron en carro y luego en caballos. Pasaron cerca de San Fernando, su tierra, pero el destino era La Cuchilla, un campamento guerrillero.

“Ahí les dejo el paquete camarada, disfruten y estamos en comunicación”. Esta frase de la mujer fue para Sandra una sentencia de muerte. “Esa noche empezaron los momentos más difíciles de mi vida: me violaron seis hombres de los que estaban ahí supuestamente cuidándome. Fui víctima de todo tipo de abuso sexual. Lo que yo no quería hacer, ellos me obligaban, y en el primer intento que hicieron de abusar, me cortaron en la parte inferior del mentón al resistirme”, recuerda.

Fueron tres meses de torturas y vejámenes, algunas cicatrices, pero una herida para toda la vida. Dios —asegura— la salvó de nuevo y la puso en ese lugar. “Yo lo veo así, porque estando allá me enteré de la verdad sobre mis padres, a ellos los mató la guerrilla”, afirma.

Huyó por tercera vez. Ibagué fue su nuevo destino. Se enfrentaba a una ciudad desconocida en medio de un terrible drama. Vivió de nuevo en la calle y estuvo sometida a los abusos de personas que quisieron inducirla a la prostitución. Era una lucha constante contra la adversidad y la muerte, pero esta vez en su vientre se gestaba la vida.

“Yo había quedado en embarazo y no sabía; tampoco sabía qué era un embarazo. En la casa cuando nacía un niño se decía que había llegado la cigüeña y ya, y pues nunca me hablaron de la menstruación”, explica.

Desamparada, siendo aún una niña que apenas iniciaba la adolescencia y viviendo en la calle, Sandra dio a luz a María Camila. Sin nada más que el día y la noche, tuvo que entregar a su hija al cuidado de unos conocidos. “Yo vivía en la Carrera 4ª, en donde están las peluquerías, aguantando hambre, sed y frío”, agrega.

Pasó poco tiempo y perdió el rastro de María Camila. Nunca la olvidó, y encontrarla fue una misión más en su vida. Trabajó en labores domésticas, conoció a su esposo a los 15 años y con él formó una familia. Llegaron cinco hijos, se vinculó al programa Familias en Acción, en el que se formó como madre líder y en el año 2016 creó la Fundación Sueños y Esperanzas.  

Del dolor a la sonrisa 

Pasar del llanto a la sonrisa no es para Sandra un cambio de estado de ánimo, es un reto y un testimonio de superación. “Yo puedo decir qué se siente querer uno quitarse la vida, porque en algunas ocasiones lo pensé; yo puedo decir qué se siente no tener que comer, porque yo lo viví; yo puedo decir qué se siente estar desesperado, porque yo estuve desesperada; yo puedo decirle a una mujer que fue víctima de violencia sexual qué se siente, porque yo fui víctima de violencia sexual”, reflexiona.

Así, sin más razones que su experiencia, Sandra orienta a las mujeres cabeza de familia que hoy acuden a su fundación. “Hemos evitado unos 50 suicidios en los últimos meses. La solución ha sido conseguirles un empleo, porque la mayoría de estas mujeres tiene necesidades”, testifica.

Salvar vidas y materializar sueños ha sido el ideal, construir un ambicioso programa de vivienda para 500 mujeres víctimas, en su mayoría cabeza de hogar, es ahora el desafío que lidera. “Haciendo actividades y con unos pocos ahorros, este año compramos un predio de 12.000 metros cuadrados y vamos a construir la primera etapa, aunque necesitamos del apoyo del Gobierno y la empresa privada”, expresa con orgullo y humildad.  

El llamado 

Donar su voz y su historia por la dignificación de las mujeres agraviadas es otra de sus apuestas. Reclama que los empresarios y personas del Estado se nutran de historias como la de ella y se unan a la labor social.

Agradece a quienes le han tendido la mano, a la Unidad para las Víctimas por haberla incluido en la estrategia de Reparación Emocional Vivificarte, que contribuyó a su proceso de recuperación emocional y reparación integral. Ante todo, agradece a Dios porque ha sido su refugio y en él pone a diario sus acciones.

Sin Dios, asegura, no habría sobrevivido en la sala de urgencias por el caso de violencia intrafamiliar, no hubiera contado con el apoyo del comandante guerrillero que la ayudó a volarse del infierno y, sin esa fe, María Camila jamás habría regresado a sus brazos como lo hizo en el año 2017.

“Yo no me dejé derrotar, yo no me encerré en una historia dura. Hoy en día, esas marcas que la vida dejó en mí las uso para motivar a otras mujeres, a las que les digo que la vida es linda, es hermosa y que hay que sembrar cosas bonitas”, señala.

Rodeada de sus seis hijos y de mujeres que la admiran, Sandra comparte cada instante de su asombrosa vida; es líder, pero ante todo, es un ejemplo de resiliencia, por ello, sueña, anhela y ríe.