Luz Marina Pérez*
Mayo 25 2021 - Cúcuta - Norte de Santander

Por Erick González

—¿Quiere dormir cómoda o incómoda? —preguntó el comandante paramilitar.

—Yo lo que quiero es irme a la casa —respondió Luz Marina Pérez*, joven de 16 años, ante su rapto.

—¡Cuál casa! Esta es su casa. Usted no tiene que irse para ningún lado.

—Yo no le hecho nada a usted, yo no me robé esa arma… usted sabe que es suya —alega Luz, por el arma que el comandante le puso en su bolso durante una requisa a una flota, en la que ella iba para Cúcuta, para disimular su intención de raptarla durante un retén paramilitar montado a las afueras de La Gabarra, en Norte de Santander, semanas después de la masacre nocturna del 21 de agosto de 1999, cuando unas bengalas lanzadas por el Ejército autorizaron el ingreso al corregimiento a cerca de 150 paramilitares que cometieron uno de los genocidios más brutales en la historia reciente de Colombia: 35 muertos en una sola noche.

—Sí, es cierto, pero quién le va a creer a usted… Tranquila, vamos a hacerlo bien: vamos a ser novios.

—Yo no quiero tener novio. Yo no tengo novio.

—¡Cómo que no!, si el novio suyo soy yo. ¡Quién más se ha atrevido a abejorrearla en La Gabarra!

—Nadie, porque no me dejo de ningún hp.

—¡Ah! O sea que yo soy un hp. Me va tocar enseñarle a hablar, jovencita. Va a dejar de ser grosera.

—Pues yo hablo así, y yo a usted no le tengo miedo.
—Y si no me tiene miedo, ¿por qué estaba llorando en el bus?

—Porque tenía cólicos.

—¡Ah! No me diga que no le dio miedo, claro que le dio miedo. ¿Usted no sabe en qué camioneta la traje?

—Pues en la suya.

—Pero ¿sí sabe cómo se llama?

—Pues si no me interesa cómo se llama usted, menos cómo se llama su camioneta.

—‘La última lágrima’ —respondió—. Ese era el nombre fúnebre que bautizaba a esa camioneta verde que imponía el terror, la impotencia y la tristeza en La Gabarra y veredas aledañas: persona que subieran a ese vehículo prácticamente eximía a su familia de exequias y despedidas. Su cuerpo, la mayoría de las veces mutilado, después de un tiempo de tortura en la casa del terror en la vereda El 60, era arrojado al río Catatumbo, probablemente la mayor fosa común de Norte de Santander. Aunque a veces ese ritual sangriento tenía excepciones y algunos cuerpos aparecían en la carretera.  

La primera lágrima

Luz ya se había topado con el comandante sin querer, ignorante del halo sombrío que lo envolvía. Ella arribó junto con varios amigos a La Gabarra días ante de la masacre. En ese entonces, esa zona era la tierra prometida. La noticia de los bultos de dinero que producía la coca tenía buen rating entre los jóvenes soñadores, y ser raspachín de la hoja era el destino no tan anhelado, pero sí el predestinado. Preferible eso al constante ultraje sexual de su padrastro, abuso que reveló a su madre, quien desestimó su auxilio.
Ella estaba en una finca para la noche de la masacre. La flojera y su floja economía le impidieron bajar al pueblo con cuatro de sus amigos a comprar productos para el aseo.
“Ellos se quedaron parrandeando y los agarró el terror. Uno de ellos todavía está vivo, porque cayó un aguacero y él se tapó con los cuerpos de los muertos, y así permaneció toda la noche. No regresó a la finca. Se fue para Cúcuta caminando, y en cada retén que encontraba decía que iba para la finca. No supe nada de él en esa época”, recordó.

Ese joven zombi es el mismo N.N. que refieren otras biografías de esa masacre cuando rememoran al desconocido que se salvó de su muerte gracias a los muertos.
Cuando finalizó el trabajo de la raspa, el dueño llevó a Luz y a sus compañeros a La Gabarra para que tomaran el transporte a Cúcuta. Allá les pagó cinco mil pesos, pero en el pueblo los paramilitares los detuvieron.

“Me puse a llorar y me cachetearon; me dijeron que parara de llorar o si no iba a tener un motivo para chillar por dolor. Mis compañeros de la raspa también me dijeron que me callara. Me preguntaron por mi mamá, por mi familia, que para dónde íbamos. Me cachetearon de nuevo, cuando de repente un señor que no conocíamos dijo: ‘Ellos van a trabajar a la finca mía. ¿Qué pasó muchachos? Los estaba esperando para trabajar y ustedes no llegaron’. Si ese señor no dice eso, nos llevan. Después nos enteramos de que el señor que nos pagó los cinco mil pesos le había dicho que había unos muchachos que estaban buscando trabajo, y que él al ver que me estaban golpeando se arriesgó y nos llevó a trabajar con él. Cuando se terminó el trabajo de raspar quería que nos quedáramos para abonarle por el favor de salvarnos”.

En realidad, el patrón quería aprovecharse de los trabajadores y quedarse con Luz, pero se apareció un joven llamado William que les ofreció una ayuda muy particular.

— Yo los ayudo, pero usted queda como novia mía.

—¿Cómo así? —pregunto Luz.

—O se queda conmigo o se queda con el de la finca. Si quiere salir de acá tiene que hacer eso… vea que es por su bien.

El patrón protestó más que una marcha ante su marcha.

—¡Ustedes se quedan! ¡ustedes se quedan!, y usted jovencita se queda —ordenaba con desespero.

—No, señor, yo me voy con él.

—Usted tiene trabajo acá y tiene una deuda conmigo.

—El que tiene una deuda es usted. Págueles la raspa, que ella y sus amigos se van —rebatió William.

—¿Y por qué se va ella?

—Porque ella se cuadró conmigo y es la novia mía —respondió William, tal lo planeado.

—¡Pero, si ella no tiene a nadie!

—¡Que no!, tenemos ocho días de ser novios.

—Pues ella no se va.

—Pues si no la deja ir, salgo a la carretera y en el retén digo que usted no la dejó salir, que usted quiere quedarse con ella. ¡Usted vera!

Los insultó y les arrojó la plata por la cara. “Lárguese, que usted no vale un peso”, le gritó a Luz. Se fueron de la finca. Querían ir a Tibú, pero William los convenció de que era más fácil pasar los retenes si tomaban el bus en La Gabarra. Confesó, además, que todo había sido para sacarla de esa finca, que no tenía ninguna pretensión con ella, porque era una niña y que él tenía hermanas y mamá. 

La segunda lágrima

El problema –según Luz– fue llegar a La Gabarra y ver a un hombre de negro en un caballo muy bonito. “Ojalá nunca lo hubiera visto”, lamenta. Sus amigos se quedaron tomando jugo en el puente que conduce de La Gabarra al 60. “Yo me fui a caminar sola y en el puente vi ese caballo negro, que caminaba muy bonito, con un hombre de sombrero vestido todo de negro. No sabía que a ese señor no le gustaba que lo miraran”.

—¿Por qué me mira? ¿Quién se cree usted? —dijo amenazante el hasta entonces desconocido comandante paramilitar.

—Yo puedo mirar a quién yo quiera y para dónde quiera. Además, no lo estoy mirando a usted, miro al caballo —respondió Luz con esa altanería propia de la juventud que desdeña las consecuencias—.

Se bajó del caballo, le dio las riendas a otra persona y se abalanzo sobre ella para agarrarla del cuello.

—Si tanto le gusta mirarme, le va a tocar seguir mirándome por el resto de su vida.

A la fuerza la besó y Luz le pegó. Él le devolvió el golpe. Ella no iba a permitir que lo vivido con el padrastro en su casa se repitiera y de nuevo le levantó la mano. Fue lo peor que pudo hacer. No era su padrastro. “Me agarró del cabello y me arrastró como cinco metros”.

—¿Por qué me pega?

—¿Por qué la voy a soltar?, si usted ahora es mía.

—Yo no soy de nadie, yo no soy de usted ni de nadie.

—A partir de ahora usted es mía.

—¿Por qué voy a ser suya?

—Se calla la jeta, que usted no está aquí para opinar, y se va conmigo.

—Pues yo no me voy con usted. ¿Sabe qué? ¡Muérase!

—¿Y quién me va a matar? ¿Usted?...

Y sacó el arma y se la tiró al frente.

—A ver, ¡hágale!, ¡pégueme un tiro!

No fue capaz, se puso a chillar y se sentó en una piedra.

—Usted es una culigada, puro miedo, pero tranquila que al lado mío se va a volver una mujer —lo dice mientras se sube al caballo.

—Después nos vamos a ver. Tranquila que yo la encuentro. 

La tercera lágrima

Y se fue, con la seguridad de quien sabe adivinar el futuro. El señor que le tuvo el caballo al siniestro personaje le aconsejó que se fuera como la luz. Ella corrió más rápido que un chisme adonde sus amigos. Al principio no le creyeron, y cuando lo hicieron la necesidad los obligó a buscar trabajo… pero no encontraron. Decidió marcharse del corregimiento. Cada paso que daba era como si fuera una agente encubierta. Su objetivo era ver que el hombre de negro no la viera. Solo podía valerse por sí misma, porque sus amigos no lo distinguían. Caminaba por la calle principal del pueblo cuando extrañamente vio que la marejada de gente comenzó a abrirse como el Mar Rojo. Ella no entendía lo que pasaba y no veía al hombre de negro con el caballo. Confiada cruzó la calle cuando un golpe…

—¡La matooo! —gritaron los transeúntes.

“No sé qué me pasó, estaba elevada, y este señor frenó y me pegó. Caí al suelo y él se bajó con la pistola en la mano”.

—Y esta grandísima infeliz, se quiere morir, pues se va a morir, porque mire cómo me hizo gastar los cauchos a la camioneta, malparida.

“Y cuando alcé la cabeza para ver quién era…”

—¿Ay!, pero si es la dueña mía. ¿La golpeé muy duro?

“Lloré más”.

—Todavía sigue llorando. Usted va a dejar la pendejada, mire que no le pasó nada. ¿Sabe qué? Voy de afán.

Me agarró de la camisa y me tiró a los pies de un señor que vendía jugos en una esquina.

— Si ve que yo le dije que yo la encontraba… es más, usted solita llega donde yo estoy. ¡El que se quiera morir, que se atraviese!

Del golpe y del teatro negro de la vida, a Luz se le iban a ir las luces. Solo escuchaba de la gente el “¿está bien?”, el “usted corrió con suerte”, el “ese hombre no le tiene lástima a nadie”, el “dele gracias a Dios que no la mató, le hubiera pegado unos cuantos tiros y le hubiera pasado la camioneta por encima”. Eran un coctel de opiniones molotov que incendiaban su preocupación. De ese ensimismamiento la sacaron las voces de sus amigos, Nelson y Albeiro, con otro mix de preguntas y noticias: “¿Qué le pasó? ¿Qué hace revolcada en el piso? ¿Se le volvió resabio revolcarse? Vea que conseguimos trabajo, vámonos que ya estamos en la canoa”.

“Nos fuimos para San Martín, pero allá estaba peor, estaban matando a todos los que creían que eran informantes de la guerrilla. A veces estaba uno raspando y llegaban a la finca vecina a matar gente. Ese trabajo duraba mes y medio, y me daba miedo que se acabara la raspa y luego tener que volver a bajar La Gabarra, pero lo peor era que si quería viajar a Cúcuta tenía hacerlo”. 

La cuarta lágrima

Cuando terminaron las labores, el dueño de la finca se demoró en pagarles el sueldo, y la puesta en escena de un nuevo encuentro con el hombre de negro no la podía exiliar de su cabeza. La vida ya había ensayado con ella dos veces esa obra de terror. La farsa teatral estaba en marcharse sin la paga, y con lo que la había sudado, pero esa idea, preferible a un sudario, apretó y apretó hasta que decidió ensayarla: se subió a un bus con dirección a Cúcuta sin reclamar su jornal. Creó así un nuevo refrán: “Del afán no queda sino…” El lector de estas líneas le pondrá el final.

“Llegué hasta el sector del 25. Había un retén y nos pararon el bus, entonces me agaché entre los asientos”.

—¡Todos a bajarse del bus! —vociferó un ‘para’ que subió a la flota. Y se bajaron, menos Luz. Alegó fuertes cólicos.

—¿Y esa por qué no se baja? ¿Es que tiene corona? —preguntó el hombre que estaba a cargo.

El drama estaba por convertirse en tragedia. “Alguien subió al bus, y yo me encogí más entre los asientos”.

— ¿Usted es la que tiene mucho dolor? ¿Necesita la pastilla? Venga y se la doy…

“Escuché la voz y me dije: ‘¡¡¡No puede seeer!!!’… No sacaba la cabeza y me quedé agachada entre las sillas, acurrucada. Y preguntó: ‘¿La quiere con agua o sin agua?, y me agarró del cabello…”

—¡Ah, es que usted! ¿Para dónde va? ¿Con el permiso de quién? —con sorna preguntaba el hombre de negro.

Justo cuando detuvieron el bus había llegado la camioneta verde conocida como ‘La última lágrima’ a la carretera. El hombre de negro tenía cita con un señor que le decían ‘Cordillera’ –uno de los principales paramilitares de la zona–“. Ese día habían intercambiado roles, porque ‘Cordillera’ era el que generalmente actuaba en los retenes, pero tuvo que resolver otra diligencia y el hombre de negro asumió su papel en ese sector.

—Tengo que ir a Cúcuta porque estoy enferma —clamaba Luz…

—Eso no importa, aquí hay médico. ¡Bájese o la mando bajar! ¿Cuál es el bolso suyo?

—¡Aquí hay un bolso sin dueño! —dijeron los de afuera.

Le entregaron el bolso, lo abrió y metió un arma a escondidas. Luego ordenó requisar el bolso y al voltearlo salió el arma.

—¡Bajen a esa!, que quién sabe a quién iba a matar o robar. ¡No tiene permiso para irse a Cúcuta! —ordeno, y la bajaron.

“Él hizo que me llevaran a no sé dónde. Me sentaron. Me dejaron toda la tarde hasta que bajó el sol, y aparecieron otra vez. ‘Ella se tiene que ir con el comandante’, dijeron los que me cuidaban. ‘Yo no he hecho nada, esa pistola es de él’, les dije. ‘Deje de decir mentiras’, respondieron. Me puse a chillar y les dije: ‘Si me van a matar, me matan acá, pero yo no voy a salir de acá’.

“’Esta china hp nos va a hacer matar en serio’, dijo uno de ellos y me pegó y me sacó el aire y me agarró del cabello, y en esas llegó el comandante… ‘¡Qué hace usted maltratando la mercancíaaa!, ¡doble hp, le dije que me la tratara bonitooo!, ¡es mercancía finaaa!’

“Y en esas llegó ‘Cordillera’… ‘¿Qué pasa acá?... Nada, que le estoy enseñando a esa malparida cómo es que se trata a la gente acá’, respondió el comandante. ‘¿Qué hizo?... Es una altanera, de esa me encargo yo’, de nuevo respondió.

“Cada quien tenía un grupo: uno dirigía una cuadrilla y el otro dirigía en el pueblo. Me subieron a una camioneta verde.

“‘¿Atrás?’..., preguntaron los subordinados. ‘¡Nooo, adelante, el puesto de ella no es atrás, es adelante!’, respondió el comandante. Entonces ‘Cordillera’ dijo: ‘Ah, ella es un pasabocas’… ‘Acaso, solo usted tiene derecho’, le replicó el comandante. ‘Déjeme a mí también’… ‘Ahí vemos’.

La quinta lágrima

“Y me llevó a una pieza donde la cama estaba llena de armas, yo nunca había visto tantas armas. Eso olía a muerte. Era en La Gabarra, cerca a la cancha del pueblo”.

Después de preguntarle si quería dormir cómoda o incómoda, de decirle que era su novia, de indagarle si tenía miedo y de revelarle que la camioneta verde en la que la había llevado a esa habitación era ‘La última lágrima’, el comandante la dejó encerrada en ese lugar. Ella se abalanzó sobre la puerta y le gritó: “¡Déjeme salir!”. Inmediatamente él volvió a abrir la puerta y del empujón la tiró al suelo.

— Se va a quedar aquí encerrada y calladita, porque si vuelve a hacer bulla, voy a abrir la puerta a punta de plomo, y si usted está detrás de la puerta se va a morir.

“Me quedé rezando, para pedirle a Dios que cuando llegara ese señor me dejara salir. Pero cuando llegó, estaba borracho y trajo unas muchachas. Me escondí debajo de la cama. De allá me sacó y me dijo:

—Le traje a unas profesoras, para que aprenda, porque me imagino que no sabe nada; así usted va aprender hoy. ¡Que empiece la acción!

Yo me metí debajo de la cama y otra vez me sacó. Me amarró a una silla con cadena y candado… porque repetía que yo tenía que aprender cómo le gustaba… Así me tuvo encerrada por días. Después supe que mis amigos sí se habían podido ir a Cúcuta. Me compró ropa, pero para dormir… nada de pantalones ni camisas… porque decía que yo no tenía por qué salir.

Después llevó a unos amigos... Según él, uno de ellos era el cura, el que nos iba a casar; los otros eran testigos… Él era el novio y yo era la novia.

—Vea… fuimos novios. Le enseñé… y usted es mi mujer ahora… y ahora tiene que cumplir, porque todos los matrimonios tienen su noche de bodas…

“Yo le dije que no quería… Se puso a darme trago y me decía que dejara de chillar… Me daban el trago a la fuerza.

“En esas le metió un tiro al cura, y amenazó con que si yo no seguía tomando se iban a morir el cura y los testigos… que por cada trago que yo no me hartara les iba a pegar un tiro. El cura me rogaba y me decía: ‘Mire que tengo dos hijos, tómese el trago, que me van a matar, niña, no me deje matar, y mis hijos se van a morir de hambre’… Y el comandante decía: ‘no sea mentiroso que los curas no tienen hijos’. Ese no era cura. Me emborraché, y al otro día cuando me desperté me dolía todo.

“Dure encerrada un mes. Me sacó para ir donde El Gato, un restaurante de comidas rápidas”.

—La voy a sacar, pero si usted se porta mal, ¡se muere!

“Me sacó un domingo que había muchísima gente. Fue cuando me sacó de día. Y de pronto se subió a ‘La última lágrima’ y se fue.

“El Gato cerró. Cayó un aguacero, y yo, muerta del miedo, me quedé ahí. Dormí al lado de la caneca de la basura. En la mañana me fui para la pieza de él; es que el miedo era porque siempre me lo encontraba, y siempre que me subía a un bus, me bajaban. Allí me quedé hasta mediodía y después me fui a caminar al puerto maderero. Allí me encontré a unas personas que me preguntaron: ‘¿qué hace acá, Luz?, ¿tiene trabajo?, ¿ropa?’... No tengo nada les respondía… ‘¿Qué le pasa?’... Me casaron. ¿¡Cómo que la casaron!?... Usted no es un animal, fue la conversación.

“¡Pues váyase!… Pero no tengo plata, ¿y para qué?, si cuando me iba a ir me agarró afuera y me devolvió. ¿Y quién es?... Me preguntaban, pero yo no decía nada.

De repente vio que se acercaba el otro comandante, y se puso a llorar. Pero se salvó del santo y seña paramilitar. No la reconoció o no la vio, y pasó de largo en su moto. “Ese se llama Cordillera”, le dijeron. “¡Váyase con nosotros!”, le propusieron. Y se fueron para Cuatro Ranchos, donde duró aproximadamente tres meses, pero el regreso a La Gabarra no lo podía esquivar. 

La sexta lágrima

“En el puerto maderero el comandante me vio, pero yo no lo vi, y como me vio acompañada, él creyó que mi amigo Esmeralda era el mozo mío. Quería regresar a Cúcuta, pero qué hacer con los retenes, preguntaba, y él me decía que me soltara el cabello, que me despelucara, y en ese momento se armó un tierrero. ‘¡Viene la camioneta!’, gritó. No sé qué me pasaba. Me quedé estática. Para no pegarme con la camioneta, el comandante se la tiró a Esmeralda, y otra vez pa’ la misma pieza. Estuve una noche ahí. Me dio en la jeta todo lo que quiso y amenazaba con matar a Esmeralda…”

“Me sacó de ahí y me llevó para otro lugar, que era una invasión, y me metió en otra casa. Me di cuenta que en el tiempo en el que estuve en Cuatro Ranchos, él agarró a otra muchacha. Un día la metió en la casa… era más chinita que yo… esa muchacha no lloraba… le gustaba estar con él. Se jactaba que sus mujeres tenían que estar con él, y las dos al mismo tiempo...”

—Vea que ella no llora. Vea que le toca a usted porque me debe un poco de tiempo. Es que usted es mi mujer; ella es la moza.

—Yo no quiero.

“Pues me quitó toda la ropa, me amarró, y puso a que la otra me besara y me tocara… Así fueron varias veces con ella… Luego esa muchacha apareció muerta… y comenzó a llegar con otras, borracho… Así duré como un año.”

“En ese tiempo me llevó a La Casa de la Tortura”. Ese era el lugar más tenebroso de la región, donde hasta al diablo le hubiera dado miedo ingresar. Y si hubiera ingresado, seguro se tapaba los ojos. ¡Qué pena con el Bajísimo! Eso era casi un anfiteatro, porque solo ingresaban cadáveres, es decir, personas destinadas a morir luego de un interrogatorio sangriento. Estaba en la vereda El 60, a cinco minutos de La Gabarra, cruzando el puente sobre el río Catatumbo. Fue el símbolo del terror por varios años. No se sabe cuántas personas asesinaron allí.

“Él quería que yo viera cómo torturaban y mataban, y como yo me quería salir de allí, entonces me sentó y me amarró a la silla para que viera. Solo me llevó esa vez.

“El comandante después se cansó de mí, porque yo no le hacía caso… no le gustaba que llorara… y decía que quería matarme y que si yo no le firmaba el divorcio, él lo firmaba solito”.

—¡¿Pero cúal divorciooo?! Si usted y yo firmamos un cuaderno y, además, yo ni firmé… usted me cogió la mano y me obligó a firmar unos rayones, y eso no vale.

—Claro que sí vale.

“Entonces me subió a la camioneta, me puso una venda, y cuando me la quitó estaba en una pieza en medio de otros líderes paramilitares, además de ‘Cordillera’ y él: Gacha. Yo le decía que me dejara ir. Estaba segura que no me iba a hacer daño, porque me había dicho que no era capaz de matarme. Pero ese día me dijo que me había dejado de querer. Dejarme esa noche con ellos fue su divorcio”. 

La última lágrima

Sobrevivió. No se explica cómo. Estaba sola en esa habitación. Atolondrada salió de allí. No había ‘paracos’ a la vista. Algo había pasado, pero no sabía qué era. Pese al paroxismo por lo vivido decidió huir. Caminó en La Gabarra hasta que se topó con un señor que tenía carro y que iba a viajar con una jovencita a Cúcuta. Les imploró que la llevaran. Él no quería, pero la muchacha sí, y ella la metió en el vehículo. A medias les contó el porqué de su afán. Salieron a la carretera y cuando se acercaban a la vereda Vetas, por el retrovisor vieron que detrás de ellos iba una camioneta verde.

“’Ese señor se enteró que usted no está en el pueblo… No puede ser, me voy a morir de todas formas’ dijo el señor. ‘¡Acelere, acelere, que viene La última lágrima, y nos matan a todos!’, le gritábamos. Y aceleró. La muchacha llore y yo también, porque otra vez para atrás, desde Vetas hasta sector de El 25 lloramos todos. De pronto vimos que ‘La última lágrima’ se detuvo. Y ahí fue la última vez que vi ‘La última lágrima’ y a ese bendito sombrero negro. Supongo que se detuvo para hablar con ‘Cordillera’”.

No pararon hasta llegar a Cúcuta. Luz vivió un tiempo sin luz, escondida en un rancho de latas debajo de un puente, por el canal Bogotá, porque pensaba que ahí no la hallarían. Y si antes conoció la ley del monte, ahora vivía la ley de la calle y su menú: solo comida para llevar. La carta de sobras era amplia, pero casi siempre elegían las verduras. Conoció a muchos indigentes con los que compartió la comida, y tuvo un amigo, Fercho, que frisaba los 23 años, quien se enamoró de ella.

“A Fercho le conté mi historia… y nunca me hizo nada ni siquiera lo insinuó. Él le decía a su mamá –una prostituta y viciosa– que me dejara vivir con ella, porque había un ñero que quería abusar de mí”.

Pero mataron a Fercho de un disparo. Esa bala casi reabre las heridas de Luz. Debió esfumarse de la casa de la madre de su parcero, porque quiso prostituirla. “El que traía para tragar se murió”, argumentaba. Incluso, le llevó un cliente para su ritual de iniciación, al que casi noquea. Al otro día se fue al negocio de un tío, por parte del padrastro. Ella no quería llegar allá, pero le tocó, y al verla…

—¡No lo puedo creer, usted no está muerta!, ¡pero si la misa suya es mañana!

—¡¿Cuál misa?!

—¡Pero si usted va a cumplir dos años de muerta!… ¡ya la enterramos!

El autor intelectual de ese funeral, sin querer, fue el amigo que se tapó con los muertos durante la noche de la masacre de La Gabarra, quien al regresar a Cúcuta aseguró que era el único sobreviviente. Solo años después se reencontraron.
Faltaba llegar a la que era su casa, donde su madre culpaba a su padrastro de su muerte por el abuso al que la sometía, y él también se daba sus tres golpes de pecho.

Cuando arribó a la que era su casa, se encontró primero con su padrastro, quien había jurado al cielo que si ella aparecía él se iba del hogar… eso le dijo a ella y cumplió su promesa. Luego vio a su madre, quien le pidió perdón.

Durante mucho tiempo Luz Marina Pérez vivió con temor. Después de 20 años tuvo el valor de regresar a La Gabarra a contar su historia. No fue fácil, casi no puede, porque el lugar de la entrevista fue La Casa de la Tortura, más exactamente en lo que llamaban El Corredor de la Muerte, por donde los paramilitares ingresaban a los sospechosos de colaborar con la guerrilla y a cualquiera que no estuviera de acuerdo con sus intereses, para conducirlos a los dos calabozos ubicados en el patio de atrás, la escala antes del suplicio y la muerte.
Esta casa hoy se ha convertido –gracias al proceso de reparación colectiva de la comunidad con la Unidad para las Víctimas, con el apoyo del PNUD y Colombia Transforma– en la Casa de Paz, un lugar para conservar la memoria histórica y generar acciones de reconciliación y perdón; todo un ejemplo de resiliencia.

Al final, y pese a que los recuerdos en esa casa la estrujaron, Luz Marina pudo exorcizarlos; el ejercicio de la meditación, del pranayama –ciencia hindú de la respiración–, que le enseñaron, le ayudaron. También las ganas de que las madres abran los ojos y los oídos.

“Las mujeres que tengan hijas o hijos, porque ellos también son vulnerables, créanles, y si no, por lo menos observen cómo sus hijos están diciendo verdades o mentiras, porque es muy triste vivir con el resentimiento de que mi mamá nunca me creyó. No cometan ese error”.

Por favor, lectores, no olvidar su final del refrán.

*Nombre cambiado por petición de la víctima. 

(FIN/EG/CO)