Leivis Ariela Vergara
Marzo 8 2021 - Bogotá, D.C.

Por Erick González G.

¡Siguiente! –dice alguien–. El corazón de Leivis Ariela Vergara se acelera como una bordadora. Sus seis meses de embarazo se levantan del sofá en el que lleva una hora de espera por ese llamado. Ingresa a un salón. Su pantalón y chaqueta negros y su blusa curuba tipo bata se empoderan y apoderan del recinto. Cuatro jurados la escuchan. La escena semeja un capítulo de Shark Tank, negociando con tiburones, ese reality o programa de telerrealidad, original de la cadena ABC, en el que emprendedores exponen su idea presente en espera a que un grupo de inversores le inyecten futuro. Esta es la realidad de Leivis, pero sin la tele. Ella es el sujeto de atención, su proyecto de negocio debe ser objeto de ponderación. El Fondo Emprender del Sena es el objetivo. Costos, distribución, márquetin y ganancias de su idea de emprendimiento intentan confeccionar un porvenir, porque solo ella sabe lo que le ha costado el ayer.

Los costos

Cuando el siglo XXI amanecía, algunos corregimientos, veredas y caseríos no lejanos al municipio de Corozal, en el departamento de Sucre, donde vivía Leivis, fueron asolados por las hordas paramilitares y las guerrilleras. Lo sucedido en Palo Alto (14 de abril de 2000), Chinulito (13 de septiembre de 2000), Chengue (17 de enero de 2001), Libertad (1997 y 2000), por el absurdo paramilitar, y Colosó (8 de octubre de 2004), por la sinrazón de las Farc, avergonzaron los titulares de la prensa nacional.

A finales del 2006, la familia de Leivis bien pudo ser una primicia lamentable. Fue víctima de ambas facciones del terror: las autodefensas quemaron dos veces la casa de su abuelo y la guerrilla amenazó a su padre, Uriel Vergara, por un desatino del Ejército.

Él era un profesor de primaria, multimateria, que daba clases en veredas donde las escuelas tienen paredes de vientos y el techo puede ser cualquier sombra. Tenía por plana recoger en su Nissan azul, en la madrugada, a ocho compañeros que impartían clases como él, acercarlos a las veredas y recogerlos de nuevo al final de la jornada, con puntualidad, tarea que le reconocían con una mensualidad.

Un día en que la guerrilla y el Ejército se batían, algunos militares tomaron el carro de su padre para perseguir a los insurgentes. Ese acto hizo de Uriel una diana para ese grupo armado. A la semana de retirarse el Ejército de la zona, los guerrilleros llegaron al colegio en el que Uriel trabajaba para asesinarlo. Lo amarraron y lo acusaron de ser un colaborador de la Fuerza Pública, la típica estrategia de terror usada en muchas regiones del país. Al final, la comunidad les comprobó que el carro lo habían tomado unos militares en contra de su voluntad, y así evitaron que Uriel tristemente fuera otra cifra más del conflicto.

“Cuando las autodefensas comenzaron a cobrar vacunas nos tocó desplazarnos. Por el arraigo, pese a que los despojaron de sus tierras, mis abuelos decidieron quedarse en Corozal. Yo me desplacé primero porque la noche en que estaban celebrando el reinado de la Maja Colombia, en el parque del pueblo me abordaron en una camioneta y me retuvieron unas tres horas antes de soltarme. Al día siguiente me enviaron a Bogotá”, recuerda Leivis.

Leivis y su abuelos penosamente sí se convirtieron en una cifra del conflicto armado: ellos son dos de las 1.407 personas que sufrieron despojo de tierras en el departamento y a su vez de las 28.075 expoliadas en todo el país, y Leivis es una más de las 291.893 personas desplazadas de Sucre y de las 8.101.759 que sufrieron este inxilio en Colombia, según el Registro Único de Víctimas.

La distribución

En Ciudad Bolívar --localidad 19 de Bogotá--, Leivis tuvo claro que para sobrevivir había que distribuir bien los gastos y el tiempo; tenía claro que al no saber un oficio, debía dedicarse a hacer oficio. Ella misma era el producto a vender. Atrás quedaron el corozo, el mote de queso, los diabolines –-especie de bizcochuelo–- y el reinado de la Maja Colombia. Eso sí, muy maja se contactó con una agencia de empleo y consiguió trabajo de interna en una casa de familia. De esta forma distribuyó bien sus gastos: los principales y más urgentes, la vivienda y la comida, iban por cuenta de sus patrones; los otros, por cuenta de ella. Incluso mejoró un poco su calidad de vida, de Ciudad Bolívar se pasó a su nueva casa en Álamos.

Al año, su madre, Luz Mery Zúñiga, llegó a Bogotá. Se había separado de su esposo, quien prefirió llevar una escuelita en su corazón y no separarse de sus alumnos. Ella siguió el camino de su hija y se empleó también como doméstica. A Luz Mery le fue bien; a Leivis, no tanto.

Sin buscarlo, se enteró de que podía declarar su condición de víctima del conflicto armado. En esas filas para solicitar la ayuda que ofrecían por su condición de desplazada conoció a quien es su actual pareja y padre de sus dos hijas. Él no solo la orientó en ese tipo de trámites, también la apoyó para que dejara su trabajo de dos años como interna.

El márquetin

Leivis sabía que para mejorar la comercialización de un producto había que desarrollar técnicas y tener estudios que se enfocaran en ese objetivo. Ella seguía siendo el producto a vender. “Trabajé por días planchando ropa o haciendo aseo, en construcción, en asaderos y en restaurantes”.

Pese a esas labores, le faltaban las técnicas y los estudios. “Hacia el 2010, quería aprender un oficio, un arte, porque al trabajar en casas de familia uno se encuentra con gente que no trata muy bien a las personas, que humillan, pero un día vi que el SENA estaba ofreciendo un curso de máquina plana y me inscribí. Aprendí a coser, a manejar esa máquina, la fileteadora y la collarín”.

Con la mente puesta en la comercialización, al finalizar el curso aplicó a una convocatoria para proyectos productivos. Resultó favorecida con otro curso y un millón y medio de pesos con los que compró las máquinas más económicas: la plana, para las costuras rectas, y la fileteadora, que evita que el tejido se deshilache. Por fin tenía la técnica, algo de estudio -–faltaba todavía-–y las máquinas. Montó su taller de confección y comenzó a bordar su futuro: arreglaba ropa, cambiaba cremalleras y entubaba jeans.

En el 2013 supo del Fondo de Reparación para el Acceso, Permanencia y Graduación en Educación Superior dirigido a la Población Víctima del Conflicto Armado, un convenio entre el Icetex y la Unidad para las Víctimas, al que aplicó y por el que pudo estudiar derecho, aunque su primera intención fue cursar Diseño de Modas. “Mi esposo también fue beneficiario de ese mismo Fondo y también estudió derecho. Él es desplazado de la vereda Corazón, del municipio de Ortega, en el Tolima, un lugar bonito, pero complicado para llegar, donde por la presencia de guerrilleros y paramilitares había muchos combates”.

Estudiaba en las noches, de lunes a viernes y de enero a diciembre, de forma que hacía tres semestres en un año. A los tres años se graduó.

Trabajó en la Unidad para las Víctimas a través de una empresa de outsourcing, y mientras laboraba con la entidad descubrió una convocatoria del Fondo Emprender del SENA. Se preparó para presentar su proyecto Jolie Fashion, una microempresa de jeans a la medida del cliente. Se vistió de pantalón y chaqueta negros para esa cita con su destino que se conoce como pitch.

Las ganancias

Luego de exponer los costos, la distribución, el márquetin, las ganancias, Leivis convenció a los jurados. Su idea de negocio era rentable e innovadora.

Sin embargo, necesitó una segunda convocatoria para alcanzar su anhelo: 136 millones de pesos como capital semilla para impulsar su microempresa. “La plata no se la dan a la persona, sino que en el proyecto se informa qué se necesita, qué maquinaria va a comprar, cuántos empleos se requieren, qué materia prima necesita, etc., y a medida que se va necesitando ellos inyectan el capital”, afirma Leivis.

El registro de nacimiento de su idea tiene casi tres años. La dio a luz en el barrio Venecia, pero en el 2020 se trasladó al Policarpa. Todo este proceso hasta invertir el total del dinero concluyó en mayo del año pasado, cuando la pandemia la obligó a cambiar la meta y reestructurar la idea de negocio. “Fabriqué tapabocas y overoles de bioseguridad por un contrato que se concretó con una entidad”.

El negocio se ha reactivado, tiene más contratos y ahora cuenta con 15 trabajadores, de los cuales hay mujeres cabeza de familia y víctimas del conflicto armado, con lo que cumple con su lema: “Trato que de que las mujeres se empoderen”.

Como testigo de ese ideal está Leonela Ortega, quien desde hace casi tres años ha podido enfrentar su condición de desplazada gracias a su trabajo en Jolie Fashion. “Aquí me ha ido muy bien desde que llegué, aprendí acá, ellos me enseñaron, pude traerme a mi familia y estoy muy agradecida”.

Pese a su máxima, lo mínimo que tiene claro es ayudar a quien lo necesita y merece, por lo que no solo ha beneficiado a mujeres. “Llevo como dos o tres años trabajando con ellos y por intermedio

de ellos pude adquirir una casa con mi papá”, comenta Sergio Calderón, víctima de desplazamiento.

Leivis sabe que el conocimiento genera ganancias en cualquier sentido de la vida, por lo que no renuncia a su propósito de preparase cada día más. Ahora con sus propios recursos estudia una especialización en derecho contractual y quiere hacer algún día un doctorado. “Nosotras, las mujeres, somos muy berracas y muy valientes; nos toca autoconocernos y ese autoconocimiento nos va a dar la capacidad de identificar nuestras características y nuestras fortalezas y cuando las identificamos potencialicemos esa virtud para salir adelante, que sí se puede”, afirma con convicción.

También sabe y reconoce el valor de no olvidar sus orígenes, por eso cuando se pone triste o preocupada, prende la máquina de coser en su casa y confecciona algo, un short, una sudadera, una blusa o quizá una nueva idea de negocio. “Es mi terapia”.

(Fin/EGG/CMC/COG)