Johana Andrea Zuloaga
Johana Zuloaga en frente de la oficina de su empresa de servicios psicológicos, Psicoriente.

Por Erick González G.

Consultorio de atención psicológica.

—Buenas tardes, ¿cómo está?

—Bien. Mucho gusto…

—Igualmente, siga, bienvenida. Puede sentarse ahí…

—Gracias.

La paciente ingresa al consultorio y se sienta en un sofá gris de dos puestos en el que se acomoda. Es la segunda cita. Atrás quedó ese primer paso en el que le han explicado el rol de la terapia, el cuadro terapéutico, la seguridad de no ser juzgada, el secreto profesional y la apertura de la historia clínica.

Hoy, ella abre su historia personal. Me siento al frente y no a la usanza de las películas en las que los profesionales de la salud mental se ubican detrás del doliente, mientras este recuesta sus problemas en un diván, como si fuera un confesionario en el que una voz pregunta y otra responde, delatándose. Pero sin importar el método, con cada pregunta me convierto en su más íntimo forastero.

—Iniciemos por el principio —le digo—. Nárreme su infancia.

Soy Johana Andrea Zuloaga. Nací en El Santuario (Antioquia) hace 26 años, de los cuales viví mis primeros cuatro en la vereda Guadualito, hasta que por los enfrentamientos entre grupos

armados ilegales nos vimos obligados a desplazarnos a Medellín, donde vivimos hasta que yo cumplí ocho años, momento en el que mis padres decidieron regresarse a Guadualito.

—¿Los motivos de ese retorno?

Por situaciones económicas y de salud. Mi padre trabajaba en oficios varios y con su sueldo sostenía a la familia. Estaba compuesta por mi hermano y una hermana pequeña que tenía muchos problemas de salud, que generaba muchos gastos, y como la ciudad era muy costosa… Además, por las condiciones de mi hermanita los médicos recomendaron cambiar de clima.

—¿Y regresaron a la misma finca?

Sí. Allá mis padres sembraban fríjol.

—¿Y los estudios?

Allí terminé el bachillerato a los 16 años. Quería estudiar psicología por todo lo que viví.

—Debo preguntarle, en cuanto a las cosas que vivió, ¿cómo la afectaron?

Uno crece con muchos miedos, angustias, ansiedades. El campo es maravilloso, pero en términos económicos es complejo. Era muy difícil realizar estudios superiores. La única opción era la universidad pública, pero en la ciudad no tenía donde quedarme. Estuve dos años mirando las opciones. Me presente a la Universidad Católica de Rionegro para quedarme donde la abuela. Me había desanimado mucho porque no teníamos los recursos y tampoco había convocatorias abiertas para el programa de Psicología.

—Pero… insistió

Después de un año me presenté a Psicología, y si no pasaba me presentaba a Lenguas, pero justo en ese semestre la Unidad abrió la oportunidad de estudiar cualquier carrera. Pagué la inscripción y me matriculé en la Universidad, en Rionegro, pero los resultados se demoraron para saber si era aceptada en el programa del Fondo para el Acceso a Educación Superior. Solo a las dos semanas de comenzar el semestre recibí la buena noticia; eso fue en el 2014.

—¿Solamente estudió?

La universidad exigía el inglés, pero no estaba en el pénsum, y estudiarlo era muy costoso, así que trabajaba en una óptica para costear mis gastos y el curso de inglés, especialmente porque mi padre tuvo una afectación en la columna y le tocó dejar de trabajar.

—Entiendo que por las exigencias del Fondo de Educación no perdió ningún semestre…

Así es. Me gradué en diciembre de 2018 porque hice el trabajo de grado antes de lo presupuestado.

—¿Fue difícil encontrar trabajo en su profesión?

Fue difícil por la falta de experiencia. Enviaba hojas de vida, pero no había respuesta, razón por la que después de graduarme duré dos años más trabajando en la óptica.

—Y, ¿cómo hizo para superar la falta de experiencia?

Comencé a trabajar de forma independiente, con una compañera de la universidad, por medio de un coworking, que es alquilar una oficina por las horas que uno necesita; para eso, mientras trabajaba en la óptica, repartía tarjetas e hice publicidad. Al principio fue difícil, no tenía muchos clientes y no me quedaba mucho dinero, y si el paciente no llegaba, de todas formas tenía que pagar el espacio, que costaba diez mil pesos la hora. Inicié con un paciente, luego dos, tres y hoy tengo la agenda llena.

—Entonces, ¿funcionó el coworking?

Empezamos a crecer con el voz a voz. Ya éramos tres compañeras de la universidad, y con el tiempo nos dimos cuenta de que con lo que pagábamos por el coworking podíamos pagar un espacio propio. Entonces montamos Psicoriente, una oficina con tres espacios, que nació en marzo de 2021 en Rionegro.

—¿Qué servicios ofrecieron al principio?

Atención psicológica, capacitación a empresas y colegios, psicología clínica y procesos de selección de personal, entre otros.

—Pese a lo vivido enfocó muy bien su vida…

Ha sido un proceso difícil, pero significativo. Hubo un punto de quiebre dentro de la carrera en el que sentí que debía dejar los estudios, pero visualicé el poder estudiar no como una ganancia inmediata, sino como una inversión, y ahora se están comenzando a ver los frutos.

—¿Tiene más objetivos en la vida?

Estoy haciendo una maestría en Neuropsicología y después de terminarla pienso ampliar las líneas de trabajo y posicionar Psicoriente. Que sea una empresa de servicios psicológicos de y para el oriente antioqueño. Me gustaría trabajar en instituciones, apostarles a las políticas públicas y presentar proyectos que beneficien a la comunidad. Aspiro a hacer un doctorado. Sé que será difícil, pero las metas que me he propuesto las he alcanzado, y espero darles a mis papás una vida más tranquila que les permita mejorar sus condiciones de salud.

—Ante esa carga de responsabilidades, ¿cómo se distrae?

Me gusta mucho leer, en especial ciencia ficción, hacer deporte, salir a trotar o caminar, y procuro tener hábitos de vida saludable como dormir bien, alimentarme bien, poder compartir con la familia, visitarlos una vez a la semana y salir de paseo con ellos. También quiero aprender a tocar guitarra.

—Por hoy hemos terminado la sesión.

(Fin/EGG/RAM)