Mapiripán, Meta
La historia de Graciela Mahecha es un testimonio vivo de lo que es el verdadero significado de lucha y perseverancia.
Por Vanesa Romero
Cada vez que caminamos vamos armando historias, y esas historias van forjando recuerdos, y esos recuerdos son los que mantienen vivos esos sueños que nos llevan a cerrarle la puerta a la desesperanza. Ese camino trae muchas veces zonas pedregosas que nos llevan a caer y, más de una vez, esos golpes son tan fuertes que creemos que no habrá un mañana, pero son esos mismos golpes que da la vida los que terminan dando la fortaleza para levantarse. Esa misma es la convicción de Graciela Mahecha, una mujer que sabe qué es perseverar por un anhelo.
El destino le quitó a su confidente, su mejor amigo, su cómplice de adversidades superadas por el amor, ese hombre con el que decidió construir una casa para formar un hogar. Se lo quitó, pero solo de este mundo terrenal, porque desde el infinito sigue cuidando con ternura a esa mujer luchadora que da la vida por sus dos hijos.
Graciela aún recuerda cuando ese hombre de negocios del cual se enamoró vendía y compraba ganado y caballos, y recuerda cómo trabajó segundo a segundo por sus dos pequeños de dos y cuatro años, su familia, la que la violencia apartó de su lado, esa misma familia que tuvo que vivir en carne propia el pavor de cerrar los ojos definitivamente en medio de los ataques insurgentes con cilindro, en Mapiripán.
Las circunstancias no le dieron oportunidad de si quiera pensar en qué es desfallecer y sí la llevaron a trabajar y trabajar por esos chiquitines. Trabajó en la Alcaldía y pudo estudiar Administración Financiera en Auditoría gracias a un convenio con una institución educativa. Trabajó en la Personería y como notificadora en el Juzgado, pero decidió renunciar porque su cargo fue eliminado debido a la guerra que se vivía por esos días.
Sola, sin esposo y con dos niños, pensó en el temor que le implicaría tomar nuevos rumbos en tierras extrañas, por eso decidió ser independiente y seguir apoyándose en sus vecinos.
“Los mismos golpes de la vida le dan esa fortaleza a uno para seguir adelante, porque qué más podía hacer. Seguir luchando porque sabiendo que tenía esa responsabilidad de dos niños. La meta es salir adelante y superarse uno, enfocarse en eso”, dice ella con orgullo de haberle dado estudio a sus dos hijos y ver cómo van sacando sus profesiones adelante, y cómo uno de ellos sí pudo ser abogado, el sueño que ella misma tenía cuando joven pero que las circunstancias no le permitieron cumplir.
Sabe que en la vida todo se consigue con esfuerzo, “las cosas pasaron, la vida sigue, uno no se puede quedar enfrascado en la situación. Sí, es muy duro, muy verraco, pero a trancas y mochas nos toca superarlo porque qué más hacemos. Aferrarse a Dios y seguir luchando, que mi Dios lo proteja a uno en cada situación”.
Sí, aferrarse a Dios y a esos recuerdos apacibles de cuando jugaba con sus ocho hermanos y le ayudaba en los quehaceres de la casa a sus padres en la vereda La Virgen. Recuerdos que se trasladaron al casco urbano, en la vereda Los Esteros Altos, en donde el sonido de las hojas de los árboles y el canto tranquilo de los pájaros solo era interrumpido por las risas de estos pequeños cuando jugaban a la lleva o al escondite.
Ella no ahorra esfuerzos en darles a sus hijos esa tranquilidad que vivió cuando pequeña, y por enseñarles que el agradecimiento, la honestidad y el respeto están por encima de cualquier cosa, y que nunca se debe olvidar a quienes tendieron su mano para ayudar, así como la profesora Soledad, aquella mujer que cuidó de Graciela en su octavo año de bachillerato.
La profesora Soledad amaba a Graciela como si fuera una hija más, como si fuera su quinta hija. La cuidaba y le daba alimentación por encomienda de sus padres y siempre le dijo: “Chelita, si yo hubiera sabido que no había venido a la escuela porque no le querían dar estudio, yo me hubiera encargado, yo me la hubiera traído para darle el estudio”. Palabras que resuenan en su mente como si fuera ayer y que la llevan a anhelar verla nuevamente en su casa en Villavicencio, para intentar fundir en un prolongado abrazo todo el agradecimiento y el amor que le inspiró.
Ahora Graciela tiene un “de todito” como ella misma lo llama, un negocio de hace muchos años y que es algo de ferretería, papelería y juguetería a la vez. Sueña con pasear por el mundo con sus hijos y “descansar de esta vida tan agitada”, como dice con una sonrisa en el rostro. Pero antes de armar maletas quiere hacer algo mucho más grande y es crear una fundación para las personas mayores y los más necesitados de la región, una especie de hogar de paso muy completo.
Por ahora, sigue trabajando minuto a minuto por su otra gran familia, las víctimas en Mapiripán que siguen sanando heridas y dejando un legado de perdón en las generaciones venideras. Ella es la Coordinadora del Comité de impulso del municipio y se esfuerza día a día por conseguir hombro a hombro el bienestar de su comunidad, así como ella misma lo dice: “gente muy respetuosa, tranquila, amable, colaboradora porque hay mucha unión entre nosotros, a pesar de todo lo que ha pasado, la gente es muy honesta y trabajadora”.
Graciela nunca niega una sonrisa a quien llega por un consejo y nunca cierra su mano a quien necesita ayuda, porque ella misma lo recibió a pesar de todo lo vivido, y por eso se define como “una luchadora y perseverante ante las adversidades de la vida”. Una luchadora de sueños y forjadora de recuerdos que sabe que cuando los golpes de la vida son muy fuertes, esos son los que dan la fortaleza para levantarse.