Dulvis Estrada
La Mesa - Valledupar

Dulvis Estrada vivía desde 1975 en el corregimiento La Mesa, a 20 minutos de Valledupar, con sus 14 hermanos, todos nacidos del amor que fulgió entre don Carlos Estrada y Digna Gámez. Sus días transcurrían entre labores del campo, pues la casa de esta familia tenía un solar con gallinas, cerdos y conejos; cultivos de yuca, maíz y frijol.

Por aquella época se dedicaba a vender ropa, comestibles, arroz, aceite, camisas, bolsos, y otros artículos que traía desde la capital del Cesar. Era una vida tranquila, sin ambages ni excentricidades. Pero la incursión paramilitar acabó con la paz y asesinó a tiros la vida.

El 4 de mayo de 1990 fue asesinado José, uno de sus hermanos. Según cuenta Dulvis, “a él lo mataron en un negocio que teníamos. Por aquella época, La Mesa era invivible. Se volvieron frecuentes las amenazas, los asesinatos y las desapariciones. Allá mandaba alias “Cucú”. Él decidía si la gente podía entrar o salir. Después de las 6 de la tarde no podía haber nadie por fuera”. La estirpe de los Estrada Gámez sobrevivió al dolor que produjo la ausencia de José. Así continuaron en La Mesa y Dulvis en sus actividades comunes.

Un día de 1993 el amor subió por las aguas del río Badillo hasta encontrarla: se enamoró de un obrero que trabajaba en las minas de iraca. De este furtivo romance nació Lizeth Andreina, su única hija, quien talló una nueva esperanza en la vida de la familia, sobre todo en la de doña Digna que aún no superaba la muerte de José. Pero como si Heráclito vigilara su amorío, no permitió que aquellos besos se bañaran dos veces en las aguas del mismo río. De aquel hombre ella no supo más. Solo quedaron sus ojos grabados en la mirada de Lizeth.

Una década después, en febrero de 2003, los paramilitares volvieron a atacar: desaparecieron y mataron a otro de sus hermanos. “A Leonardo lo desparecieron el 10 de febrero y lo encontramos muerto a los 18 días en Codazzi (Cesar). El mismo día que lo encontramos nos dijeron que teníamos 24 horas para abandonar La Mesa”, dice.

A las 10 de la mañana del 28 de febrero, los miembros de la familia Estrada Gámez huyeron hacia Valledupar a bordo de un camión Chevrolet 600 que venía de La Sierra; y se instalaron en la casa de los abuelos paternos, ubicada en el barrio Candelaria, al sur de la ciudad: “Nuestra llegada a Valledupar fue muy dura. Casi un año duramos sin salir a la calle por temor a que esa gente nos hiciera daño. Incluso una de mis hermanas que había estudiado estética, dejó de trabajar por el miedo que nos daba”, cuenta Dulvis.

Pasaron algunos meses, hasta que en agosto de ese año se atrevió a seguir su vida normalmente. Trabajó en Electricaribe, pero a los 6 meses renunció, pues un día de comisión por el barrio Nevada, unos hombres le dijeron que se fuera. Sin embargo, Dulvis no quiso quedarse como el camarón que se duerme y se lo lleva la corriente, según reza este refrán Cesariense, y con Lorena, una de sus hermanas reinició la venta de mercancía por las calles de Valledupar.

Así pasaron los días y los meses, hasta que conoció a don Sixto, un vallenato puro que le enseñó a fabricar artesanías. Ella comenzó a reciclar pedazos de madera y tablas de camas viejas, que luego pulía y calaba con herramientas que él le prestaba. Poco a poco aprendió a tallar y a pulir, hasta volverse experta en el arte de las manualidades y a fabricar llaveros, colgadores, portarretratos, entre otras tantas artesanías, en su casa de Valledupar, junto a otras mujeres, hombres y jóvenes víctimas del conflicto armado.

-No es un proceso fácil- dice. Sin embargo, esto le ha permitido combinar el arte con la paz y la vida, pues cada parte del proceso tiene su encanto: después de comprar retales en los aserraderos, se dispone a calar, pulir, cepillar y tallar sus artesanías. Prepara la pintura, ojalá roja, su color favorito, y el esmalte. Entonces, empieza a construir pequeños universos de madera cuyo proceso termina cuando graba con el lápiz eléctrico nombres sobre estas piezas artesanales y las cubre con plástico adherente. No cabe duda que Dulvis es como las palmeras del litoral que enfrentan las tormentas y no se quiebran.

Con esta labor artesanal ella volvió a consentir la idea de vivir. Fue alternándola con la actividad social: se vinculó a las mesas transicionales de víctimas y fundó en 2007 la Asociación Paz y Vida, que con ayuda del SENA capacita a personas en diferentes oficios como panadería, artesanías, peluquería, etc.: “Le pusimos así porque era como reivindicar un sentimiento. Cuando uno siente paz, tiene vida, y uno aprende a recordar sin dolor”, dice.

Con el tiempo pudo exhibir y vender sus productos de manera informal en esquinas, estantes improvisados y ferias. “Abril es para nosotros la mejor época pues es cuando se realiza el festival vallenato y vienen muchos turistas”, dice la mujer que ha sabido replicar en pequeña escala, cajas, guacharacas, pilones y otros instrumentos propios de la cultura musical del Cesar.

El panorama para Dulvis ha mejorado: con un nombre simple y muy expresivo, “Artesanías vallenatas”, el negocio familiar del que también participan mujeres y hombres vulnerables, va creciendo. “Al día hacemos más o menos 30 artesanías pequeñas y unas 15 de las grandes. Me da mucha alegría que mi hija Lizeth también me ayuda”, cuenta con orgullo Dulvis.

Lizeth tiene 20 años, y cursa séptimo semestre de sociología en la Universidad Popular de Valledupar. Gracias al buen desempeño académico le ha hecho más liviana la carga económica de los estudios, pues solo paga 200 mil pesos por semestre. Como su madre, también canta y participa activamente de las actividades culturales de Valledupar.

A comienzos de 2013, aconsejada por el personero de Valledupar que conocía su trabajo social en Paz y Vida, Dulvis decidió hacer la declaración y salió incluida en el Registro Único de Víctimas. Pronto recibirá su indemnización, con lo cual mejorará el negocio y abrirá más mercados.

Hoy, con 56 años sueña que a su departamento llegue la paz; mientras tanto, se prepara para un próximo día de trabajo artesanal que consiste en convertir retales, palos de escobas y otros desperdicios de madera, sucios y polvorientos, en hermosas artesanías.

A la hora de pulir y hacer los últimos retoques, Dulvis deja correr su voz como los arroyuelos de su natal San Juan en La Guajira y canta estribillos de Río Badillo, la canción del compositor vallenato Octavio Mesa, que han hecho célebre, Claudia de Colombia y los hermanos Zuleta, entre otros: “Oye el cantar de los campesinos, mira el turpial haciendo su nido. Mira aquella mariposa como juguetea a la orilla del rio, pero muéstrame una cosa que sea más hermosa que el cariño mío”.