Daniela González
Junio 2 de 2022 - Bogotá, D.C.

Por Erick González G.

No se acuerda de muchas cosas de la época en que sucedió todo. Es su mecanismo de defensa. Sí tiene presente que la marcó mucho. Pese a ese sistema de defensa algunos hechos no los pudo bloquear: los cortes de energía del pueblo a cada rato, en especial los de la noche; los lamentos de la gente; el afán para esconderse en alguna parte, para llegar a la casa; las llamadas de su mamá preguntando sí sabían dónde estaba su hija, las respuestas diciendo que estaba saliendo de la casa de su tía. El miedo era por el frente 5º de las Farc, que asediaba hacia el 2001 a Pijao, un pequeño municipio del Quindío.  

Su madre era gerente en Bancafé. Su padre conducía ambulancias. Por el cargo en el banco, a su madre le pedían vacunas para que sus hijos ni su esposo necesitaran la ambulancia. Por causa de la guerrilla tuvieron dos urgencias: la primera, los obligó a desplazarse hacia Montenegro, cerca de Pijao; la segunda, para Argentina.

La primera vez, en octubre de 2001, cuando más de 200 guerrilleros se tomaron Pijao. En Montenegro duraron cuatro años. Allí, su madre trabajó en una sucursal de Bancafé hasta que el banco le cayó la roya: se acabó. Sin el principal sustento, que era el materno, tuvieron que regresarse a Pijao a casa de la abuela. El calor de la nana demostró que donde comen dos comen seis. Además, pese a las pesadillas allá estaban todos sus familiares.

La segunda vez, en el 2010, por razones que todavía la protagonista de esta historia no entiende se fueron a la Patagonia, literal, exactamente a Neuquén, una ciudad que según sus recuerdos es del tamaño de Manizales. Llegaron con la ropa puesta, porque su mamá vendió todo lo que tenían para comprar los pasajes. Debieron cambiar el tinto por el mate, pero nunca se acostumbraron a su sabor amargo. Por primera vez ambos padres trabajaron en la misma empresa.

Continuar con su educación no fue problema, ya que en el país del tango es gratuita. Ella se matriculó en décimo grado y su hermano menor en sexto. Allá se dieron cuenta de que la educación y el sistema de salud en Colombia no son tan malos como la gente piensa o por lo menos sí son mejores que en el país gaucho.

A los seis meses se regresaron porque su padre casi muere. Problemas de azúcar amargaron su estancia, debido a que huyó de Colombia sin llevarse sus medicamentos para la diabetes. El parte médico recetaba regresarse a Colombia para continuar su tratamiento.

Así lo hicieron. Se regresaron, pero esta vez para Armenia donde un tío. Por varios meses sus padres no consiguieron trabajo hasta que su madre firmó un contrato a término indefinido en la capital quindiana y su padre regresó a prender las sirenas.

Las preocupaciones disminuyeron. Ella finalizó el bachillerato, pero ingresar a la universidad a estudiar Medicina tuvo sus bemoles. Fueron varios intentos fallidos. “Eso de cambiar de país y de educación afectó mi prueba del Icfes”. No pasó en las universidades públicas. Cursó un premédico para paliar deficiencias. Al finalizarlo su familia debió fustigar el bolsillo para estudiar en una universidad privada, con la esperanza de aplicar al Icetex, pero descubrieron que el alma máter elegida no tenía convenio con esa institución.  

Con la tranquilidad de un neurocirujano debió esperar al otro semestre para matricularse. Cursaba segundo cuando abrieron la convocatoria para el Fondo para el Acceso y Permanencia en la Educación Superior. Ahora sí aseguraba pronunciar el juramento de Hipócrates.

“En la Universidad empecé a hacer labor social con unas brigadas de salud con el Ejército. También estuve en la tercera brigada “Navegando al corazón del Pacífico”, de la Armada, con la que recorrí el litoral del suroccidente del Pacífico colombiano durante 15 días. Entonces me dijeron que había una plaza disponible en la base naval de bahía Málaga”.

La posibilidad de hacer su año rural en un lugar diferente a su adorada tierra quindiana no era tan atractiva, porque nunca se había separado de su familia. Pero las condiciones de seguridad favorables y la experiencia adquirida en las brigadas de salud con la Fuerza Pública inclinaron la balanza.

Al principio le dio duro, pero ahora es feliz en Bahía Málaga. Hace poco tuvo que atender un parto en plena lancha. Armada con un botiquín de campaña, similar al del enfermero de guerra, guantes y equipo de sutura dio luz a ese nacimiento. Así es su labor: atender personas que llegan en bote o por medio de las brigadas, a pacientes que “caminan cuatro a seis horas para una cita médica”. 

En esas brigadas evidenció que las afecciones más frecuentes de la población de esa sección del país son las lesiones en la piel y las infecciones vaginales, “porque el agua no es potable, la sacan del río o se bañan allí”. De acuerdo con su experiencia, esos problemas lo sufren especialmente los habitantes en cercanías al río Guapi.

A sus 26 años el juramento de Hipócrates la espera y quiere ser ginecobstetra o cirujana, aunque anhela hacer más brigadas de salud y regresar a su tierra con la alegría de poder ayudar a sus padres, que ya se pensionaron. “No me quiero ir del lado de ellos, todavía me faltan muchas cosas para hacer por ellos”. Esta es Daniela González, una médica de la que un parte médico diría sin pedir una segunda opinión: goza de un buen corazón social y familiar.