Mar
08
2022

Gregoria Flores, toda una joya de mujer

En el Día Internacional de la Mujer, la historia de esta magangueleña que dejó atrás la violencia sufrida por el conflicto armado, en el sur de Bolívar, para convertirse en una fabricante de joyas en plata y oro.

Bogotá, D.C.Bogotá, D.C.

Por Erick González G. 

“Yo soy fiel creyente en que hay que dar para recibir”, dice a sus 36 años Gregoria Flores, bolivarense, de Magangué, quien se define como “sobreviviente y guerrera del conflicto armado interno y de la violencia contra la mujer, víctima de secuestro y desplazamiento, hechos que me denigran como mujer”. 

Es joyera, profesión que aprendió, según ella, gracias a esas habilidades manuales naturales con las que nacen las mujeres del sur del departamento de Bolívar, y lo dice con la seguridad de quienes agradecen a Dios por los dones que les ha otorgado.  

“Creo que todo pasa por algo”, dice Gregoria con una convicción que parece extraída de las filosofías orientales que aseguran que nada es casualidad en la vida, que un aleteo de una mariposa en Oriente puede estar relacionado con la tormenta que se produce en el Amazonas. Pero lo de ella es la filosofía de la vida, de su vida. Y esas dos frases que definen en cierta forma su actitud ante la vida se rozan.  

Creció en una familia de pescadores, la segunda de siete hermanos, en un lugar que denomina un territorio de paz, época que resume como una “infancia maravillosa”. 

Pero, en el 2005, esa vida cambió de faz. Con la llegada de los paramilitares, los espejos de las casas de la región comenzaron a reflejar las inquietudes y preocupaciones de sus habitantes. 

Las vacunas, especialmente a los ganaderos, el secuestro, la violencia sexual y los homicidios constituyeron un nuevo territorio disfrazado de paz, con dos nuevas leyes: la del revolver y la del silencio. 

La ley del revolver “obligaba a los jóvenes a que se fueran con ellos o que fueran informantes en las veredas”. La ley del silencio impedía que cualquier agravio fuera revelado incluso a sus padres. “Esa noche algunos jóvenes dijeron que sí; otros, que no”. Gregoria desafió ambas leyes; les dijo que no y le contó a su mamá. “Nosotros, los rebeldes, que no queríamos vincularnos, teníamos que irnos del pueblo, así que le dije a mi mamá que me quería ir”. Y se fue. 

Barranquilla, más exactamente la casa de unos familiares fue su meta, pero no permaneció mucho tiempo allí porque “la idea era no inmiscuir a los parientes por miedo”.  

Se dirigió a Bogotá, donde fue fríamente acogida por la terminal de transporte y los parques hasta que contactó a unos conocidos que le ayudaron a conseguir un trabajo en casas de familia. Lastimosamente las habilidades de cortar leña y pescar son inservibles en la urbe capitalina. Ni siquiera sabía trapear porque en las casas de su pueblo no tenían piso. 

El hado quiso que llegara a casa de Laura Hernández, quien le enseñó bisutería, labor afín a sus habilidades ancestrales. En esas andaba cuando conoció al que hoy en día es su esposo, también víctima del conflicto. Por pena, miedo y otras razones silenció su pasado por un buen tiempo. Doña Laura solo supo parte de su historia. 

En el 2008, regresó a Magangué para que su primera hija naciera en su tierra, pero a los cinco meses le tocó regresarse “con el rabo entre las patas por las amenazas”.  

En Bogotá, donde la esperaba su esposo, trabajó en restaurantes, en el servicio doméstico por días y de niñera. 

Trabajaba medio tiempo cuidando niños por 250.000 peso mensuales, cuando en la Alcaldía de la localidad Rafael Uribe de Bogotá se enteró de un concurso que premiaba con un millón de pesos y capacitaciones a las mujeres con los cinco mejores proyectos de emprendimiento. Fue seleccionada y la llevaron a una feria de colonias. No tenía mercancía, así que elaboró unas piezas y pidió permiso a sus patrones para ausentarse por 15 días. Tuvo un gran éxito de ventas y una sensación: “Llegué contenta porque sabía qué podía hacer otra cosa y a los señores a quienes les cuidaba la hija les dije que no iba a trabajar más con ellos”. 

Pidió ayuda a una amiga de la alcaldía para que le ayudara a conseguir clientes. Obtuvo trabajos de aseo por tres días y el resto de la semana lo dedicaba a elaborar piezas y a caminar, a la de Dios, para vender. Así se fue soltando hasta que se sintió preparada para vivir solo de la bisutería. De la Alcaldía de Rafael Uribe le recomendaron potenciales clientes en la Alcaldía de Chapinero y de la Alcaldía de Usme. Ahora era ella quien necesitaba que le cuidaran a su hija. “Caminaba como loca” y cuando no tenía a quien cuidara de su hija, se la llevaba a caminar. “Vivía en las Lomas de la localidad Rafael Uribe y me iba con ella hasta el Parque Tercer Milenio —alrededor de 90 cuadras ida y vuelta—, y cuando íbamos a ferias y había quién me la cuidara, me la llevaba y lo ponía debajo de las mesas donde exhibía mis productos”.        

En el 2013 comenzó a estudiar Joyería en el Sena, que contaba con el programa del Fondo Emprender, programa que se convirtió en su obsesión porque significaba dinero para invertir en su proyecto definitivo de emprendimiento, pero para clasificar debía tener 90 horas de estudio y suerte. No lo logró ni en el primer intento ni en el segundo. Siempre le quedaba faltando cinco centavos pal’ peso para comenzar a tener sus primeros cinco centavitos de felicidad.  

El Fondo quedaba en stand by, pero no en el estante del olvido. Se lanzó a un concurso de artesanías con la Secretaría Distrital. Así que durante mes y medio casi le paga arrendamiento al Sena porque prácticamente vivió en sus talleres día y noche para elaborar las piezas. Quedó entre las tres ganadoras. “Con el premio obtenido pude comprar un taller de segunda y un galpón de pollos para mi papá… no quería que siguiera como pescador porque es un trabajo muy duro, tradicionalmente se va a las dos de la tarde a tirar los trasmallos, allí se queda hasta las diez u once de la noche, regresa a casa la una de la madrugada y a las cuatro de la mañana se tiene que parar para revisar y finalmente llega a la casa las nueve de la mañana 9:00”.     

La joyería de segunda consistió en dos mesas, herramientas, limas de varios calibres, un soplete de pedal, una batería baja, el laminador y el ‘Foredom’, similar a un taladro de mano. “Con lo que vendía compraba el material para los talleres del Sena porque los profesores solo piden oro y plata para trabajarlos; no se puede estudiar con otros metales porque la joyería se trata de metales preciosos”.  

Cuando un profesor pedía una pieza, ella hacía tres, las otras dos las vendía.  

Después de finalizar el técnico hizo varios cursos para especializarse en modelado en cera, modelado en 3D, engaste, engaste al grano y filigrana.  

Como buena dama, repite, y en el 2017 se postuló nuevamente al Fondo Emprender. Tenía un mes para formular una idea de negocio muy estructurada, teniendo en cuenta costos, clientes y competencia.  

El día del ‘pitch’ o presentación de su proyecto tuvo que convencer a cinco jurados en 10 minutos, como si fuera el programa “Negociando con tiburones”. Su idea debía generar seis empleos y 119 millones de pesos en un año. Y por fin los convenció. 

“Utilizamos todos los medios. A mí me gusta trabajara puerta a puerta en las oficinas y empresas, aunque también usamos Instagram para alcanzar el objetivo. 

Un año después la interventoría del Sena catalogó su proyecto como viable. Desde esa época ha participado en Expoartesanías y la Feria del Hogar, montó su taller y abrió su joyería Gregoria cerca al Club el Nogal, en el norte de Bogotá. Desde el 4 y hasta el 9 de marzo exhibe sus productos en la Feria de Emprendimiento de la Unidad para las Víctimas, que realiza con ocho mujeres, en el centro comercial Plaza Central, en Bogotá.  

Agradecida con la vida ha donado un parque de diversiones y uniformes de futbol a niños en condiciones de pobreza, en el sur de Bolívar. 

Cree en que hay que dar para recibir y que todo pasa por algo. Tal vez olvida que desde joven, cuando llegaron los paramilitares a su región no ha hecho sino dar de sí misma, pero tiene presente que haber nacido en el sur de Bolívar, tierra de artesanas es lo que la ha convertido en una joya de mujer que con alegría, estudio y esfuerzo ha sabido enaltecer no solo a las mujeres víctimas del conflicto, sino a todo el género femenino. Lucir el turbante en su cabeza lo afirma: “Es el símbolo de la mujer empoderada”.