Dic
03
2021

La discapacidad es su fuerza

Andres Salazar y Francisco Pedraza son dos de los 383.507 miembros de la Fuerza Pública víctimas del conflicto. Hoy, pese a las minas antipersonal, siguen defendiendo el uniforme nacional a través del deporte.

Bogotá, D.C.Bogotá, D.C.

Por Erick González G.

Ambos llegan, se ven, se reconocen, se saludan, se abrazan, se recuerdan. Entre el infante de marina Andrés Mauricio Salazar y el sargento del ejército Francisco Genaro Pedraza este ritual de las buenas maneras, del ¡quihubo mi hermano!, del ¡qué bueno verlo!, no es un mero hábito de saludar a quien ya se conoce, en especial si se tiene en cuenta el recelo que se profesaban algunas instituciones de la Fuerza Pública en el pasado, suspicacia que el tiempo ha limado, al parecer, y si así no fuera, a ellos, a Pedraza y Salazar, los hermana una mala experiencia, un año y, claro está, el segundo cuando todo ocurrió: fueron víctimas de una mina antipersonal durante sus misiones en polos opuestos del país, en el 2004. En realidad, los une también el victimario, la oscuridad, los números, una afición y un pensamiento.

Salazar fue herido el 22 de febrero de ese año, en el área de los Montes de María, en el sur de Bolívar, al buscar en “territorio comanche” —ese lugar que para un reportero de guerra “es donde el instinto dice que pares el coche y des media vuelta, donde siempre parece a punto de anochecer y caminas pegado a las paredes, hacia los tiros que suenan a lo lejos”, según anota en su novela homónima del término el escritor español Arturo Pérez Reverté— el documento de identidad que revelaba el tipo de sangre de uno de sus compañeros que debía ser operado con urgencia en el Hospital Naval de Cartagena luego de pisar una mina antipersonal.

La realidad es que pertenecer a un grupo de contraguerrilla en Colombia es estar siempre en territorio comanche o, dependiendo del punto de mira telescópica, ser el comanche.

“Me devolví al sitio donde mi compañero sufrió la explosión a buscar los documentos que se le habían caído, y al regresar al lugar donde estaba el helicóptero rescatando personal herido pisé la mina”.

Pese a la conmoción Salazar sabía lo que había pasado. Al tentar su cuerpo supo lo que a él le había pasado. Había perdido sus dos piernas, pero agradeció a Dios por no quedar inconsciente. “Sáqueme de este infierno”, pudo decirle a un compañero. Ya en el hospital estuvo cinco días en coma inducido.

Salazar es una de las 34.248 víctimas del conflicto que tiene la Armada colombiana y uno de los 1.081 veteranos víctimas de la institución, según datos del Registro Único de Víctimas (RUV) al 31 de junio de 2021.

La historia de Pedraza parece un facsímil o mejor un ‘farcsímil’ de la de Salazar. Él perseguía a miembros de los frentes 35 y 37 de las Farc, y Pedraza, a los del frente 14 del Bloque Sur de la misma guerrilla, pero el 2 de septiembre. A esta altura de la crónica ya es patente uno de los números que une a esta amistad: el 2. Aunque la oscuridad, la afición y el otro número todavía

están en suspenso, no obstante, esta última casualidad y el segundo en que ocurrió todo los pueden ir prefigurando.

La mala experiencia de Pedraza ocurrió en el Caquetá. Para el primero de septiembre, la misión de su grupo especial del Batallón de Infantería No. 35 Héroes de Güepí, aunque no quisieran aceptarla, era rescatar a dos campesinos secuestrados por las Farc. Al anochecer los encontraron y, como advertía la experiencia, se prendió el odio entre esas fuerzas. Solo rescataron a uno de los campesinos, porque las heridas de un soldado pusieron seguro al operativo.

“El día 2, a las seis de la mañana, me ordenaron continuar el avance, puesto que teníamos refuerzos, pero la guerrilla activó un campo minado que causó heridas a cuatro militares; todas muy graves. Uno perdió su pierna derecha, el otro quedó con perforaciones en su cuerpo por las esquirlas, el soldado Arenas se quedó sin el maxilar inferior completamente y, en ese momento, yo perdí la pierna izquierda y la derecha quedó con múltiples fracturas”.

Fueron 45 minutos de espera para la evacuación. “Sé que duré 15 minutos con mis cinco sentidos; el resto del tiempo solo era capaz de escuchar. Hubo complicaciones para que el helicóptero llegara, porque le disparaban en el momento del aterrizaje. Fracasó en dos intentos y en el tercero pudo evacuarnos”. La nave llegó rápido a su destino, pero el viaje de Pedraza tendría una escala de 15 días en coma.

Pedraza es una de las 280.567 víctimas del conflicto interno que tiene el Ejército colombiano y uno de los 14.559 veteranos víctimas de la institución, según el RUV al 31 de junio de 2021. Junto con Salazar son dos de los 383.507 miembros de la Fuerza Pública incluidos en el Registro.

Repasemos las casualidades o coincidencias evidenciadas: mala experiencia, el año, el victimario, la oscuridad y uno de los números. Salgamos del otro número: el 7. Pedraza nació el 26 septiembre de 1976, en Bogotá; Salazar, el 13 de marzo de 1983. Se llevan siete años y siete meses. Pero no es el cálculo que imaginan. En efecto se llevan siete años de edad y siete meses desde la desdicha de Salazar, en febrero, con respecto a la de Pedraza, en septiembre.

Al asomarse a su nueva versión, Andrés era un ser convertido en coraje y oración; tal vez más en plegaria, pero no por el susto de muerte ni a su nueva vida, más orillada ahora hacia el Andrés civil que al Salazar militar, sino por el agradecimiento de seguir en esta ribera de la existencia. Nunca afloraron las reflexiones de rigor: el porqué, el para qué me regresé ni tampoco los hubiera, menos las aflicciones por el recuerdo de sus piernas desmenuzadas, hechas huesos.

“Quedé casi totalmente ciego durante más de un mes. Sabía que había perdido el ojo izquierdo y por el derecho solo veía el reflejo de la luz”. Algo fácil entrecomillas, como él lo dice, quizá porque sabía que su futuro no lo pasaría a tientas. Durante 15 días no supo si estaba a las seiscientas o a las ochocientas horas o si era mediodía o medianoche. El minutero era una veleta en su cabeza, que rimaba con la incoherencia de sus palabras, que bien podría recorrer el verso del poeta Vicente Huidobro. “Los cuatro puntos cardinales son tres: el sur y el norte”. Tal vez para Salazar era solo uno: el norte que señalaba algún dedo índice.

Cuando le dieron la silla de ruedas se hizo la felicidad. “Estaba agradecido por estar vivo; me puse contento cuando me la entregaron porque pude salir a pasear a la bahía con mi esposa, que estaba embarazada de mi hija mayor”.

El parte anímico de Francisco era el lado B de la situación.

“Despierto en el Hospital Militar. Cuando abro mis ojos hay un grupo del personal médico al frente mío. Me preguntaron si sabía lo que me había ocurrido, a lo que les dije que sí, que yo era consciente en terreno de lo que me había pasado, que había perdido mi pierna izquierda y que la derecha estaba muy mal, ahí me dijeron que en efecto estaba muy mal: ‘Tuvimos que amputar’”, recuerda Francisco.

El informe médico sumaba un riñón perforado por una esquirla, que afectaría su funcionamiento.

“Decir que uno está preparado para esa situación es decir mentiras. Nunca me imaginé perder mis piernas. Estar preparado, no, y mucho menos cuando estoy en mi cama, en el hospital, y me traen una silla de ruedas y la colocan al lado: ‘Francisco esto es para usted’… No. Es algo fuerte saber que yo tengo al lado lo que me va a transportar ahora y que reemplazaría mis piernas, y muy fuerte también para mi familia que estaba ahí en ese momento”.

En ese proceso de restañar las heridas, Andrés y Francisco se conocieron en el Centro de Rehabilitación Inclusiva (CRI) para miembros de las Fuerzas Militares con discapacidad, en Bogotá.

En su puesta al día, ambos confirmaron la hermandad de sus instituciones, cofradía aumentada con el acompañamiento de los psicólogos y trabajadores sociales, pero la archicofradía de familiares, amigos y colegas de trsitezas fue esencial en la construcción de los planos de su nueva vida.

La corpulencia de Andrés parecía premonitoria, siempre tuvo facha de strongman, más de Mortal Kombat que de Call of Duty. Incluso cuando entrenaba o salía de campaña en la Infantería de Marina echaba 10 a 15 kilos extra en su morral y en su uniforme para estar en forma.

El parapowerlifting o levantamiento de potencia lo esperaba. Con su nueva misión también defendió los colores de la bandera nacional en los Parapanamericanos en Canadá y en Lima, en el Parasuramericano de Chile y como invitado a los juegos militares estadounidenses, que el país del jazz y del blues realiza con sus aliados.

Se divorció de esta modalidad con récord personal de 173 kilogramos en press banca, por culpa de su nueva relación con la bala y la jabalina.

Mientras que el photoshop para la vida de Francisco, de blanco y negro a color, no era tan claro. Pero un día, en el deporte también halló la horma, y quién diría que de una UCI saldría para otra UCI. “Fue encontrar un grupo de jóvenes haciendo deporte en unas sillas de ruedas, extrañas para mí, que pertenecían a la Liga de Deportistas con Discapacidad de las Fuerzas Armadas. Ahí pude ver que la vida desde una silla de ruedas podía proyectarse hacia el deporte y me convertí en deportista de alto rendimiento”.

En este deporte avalado por la Unión Ciclista Internacional (UCI) encontraría la ruta definitiva. A diferencia de su colega no optó por el atletismo de campo, eligió la taquicardia de los 100, 200 y 400 metros en pista, pero una lesión lo lanzó finalmente al handbike. “En esta modalidad de la ruta, como dice su nombre, pedaleamos con los brazos y, profesionalmente, tiene cinco categorías: H1, H2, H3, H4 y H5; esta última es en la que yo compito”.

Se diferencian por el nivel de discapacidad, en la que la H1 es para quienes tienen lesiones más complejas y compiten acostados; la H2 para los de lesión medular alta; H3, lesión medular media; H4, lesión medular baja, y H5, para quienes tienen el control del tronco y compiten prácticamente sentados, aunque en una maratón o en una competencia de calle pueden competir todos contra todos. En la categoría H5 fue campeón nacional en el 2008 y 2012 y participó en dos copas del mundo, en el 2010 y 2011, en las pruebas de 85 kilómetros en ruta y en la contrarreloj de 35 km.

“El deporte paralímpico fue el que demostró cómo se debe hacer una verdadera inclusión de las personas con discapacidad, porque supieron adaptar deportes a nuestras condiciones”, asegura Francisco.

“Los Juegos Paralímpicos también se tratan de transformar nuestras percepciones sobre el mundo. Todos somos diferentes. No existe un ser humano estándar”, dijo el científico británico Stephen Hawkins durante la inauguración de estos juegos en Londres 2012, según narra el documental Rising Phoenix, que recrea la historia de estos juegos paralelos a los Olímpicos.

A esa frase, Andrés podría sumarle que esa diferencia le enseñó a transformar la percepción sobre la vida. “Gracias a la incapacidad tengo una estabilidad económica, he podido representar a mi país en varias ocasiones y no lo hubiera podido hacer sin esta condición física. Nunca pienso en la incapacidad, siempre trato de hacer las cosas de la mejor manera, así puedo dar ejemplo y moral a otras personas.

Por su liderazgo, Francisco ha trabajado en el Ministerio de Defensa y en la Secretaría de Integración Social de la Alcaldía de Bogotá, ayudando en los procesos de inclusión laboral, educativa y deportiva a otros militares y policías, creando conciencia acerca de su necesidad de trabajar, sentirse activos y productivos, para lo cual afirma: “Necesitan de la mano de la sociedad, que los acepte con las capacidades y habilidades que tienen, pero que no sea su discapacidad la carta de presentación, que entiendan que no están contratando a una persona con discapacidad, sino que está contratando a un ser humano con capacidades y habilidades”.

En la actualidad dicta conferencias en colegios y empresas sobre motivación y liderazgo y pronto entrara en el mundo de la sinrazón, al actuar en la obra La cantante calva, del dramaturgo del teatro del absurdo Eugene Ionesco, luego de resultar seleccionado en una convocatoria para usuarios de sillas de ruedas realizada por la Alcaldía de Bogotá.

Además de convenir en el deporte, Andrés y Francisco congenian en un pensamiento: que el incidente les cambió la vida para bien. “Mi discapacidad es mi fuerza”, la frase dicha por Jean Baptiste Alaize en el documental mencionado, sobreviviente de la guerra entre hutus y tutsis en Burundi, en 1993, quien a los tres años perdió su pierna por cuatro machetazos y se convirtió en atleta paralímpico, bien podría ser el lema de Andrés y Francisco.

“Lo que hacemos es salir adelante y que vean lo que somos, que vean ese abrazo que nos damos cada vez que nos vemos, un abrazo de amistad, de emoción, de orgullo por el otro; cuando nos vemos siempre nos preguntamos ‘¿qué está haciendo?’ y nos respondemos ‘estoy haciendo esto’ y nos invitamos a participar juntos en algo, y eso es lo que se ama”. Esta frase la dice Francisco. Esta frase la puede decir Andrés.

Termina el reconocimiento como veteranos de la Fuerza Pública que les hizo la Unidad para las Víctimas. Ambos se abrazan nuevamente, “nos estamos hablando”, “nos vemos”, “suerte hermano”, se dicen y se desean. Olvidaba que a Francisco Genaro Pedraza y Andrés Mauricio Salazar los hermana también un sentimiento: su amor a la patria.