Abril 9 2021 - Chocó - Itsmina
Por: Edwin Herrera Bartolo
Katery Albornoz Valencia fue la segunda de seis hermanos, criada en un matriarcado compuesto por su mamá Odeth Jackeline y su abuela Cruz Valencia. Fue una niña inmensamente feliz, sus cinco hermanos y ocho primos le adornaban los días de juegos y dulces.
Se criaron en el barrio Eduardo Santos de Istmina (Chocó), mejor conocido como La Pepé, que paradójicamente es el barrio al que “Kate”, como la llaman algunos, no quiere volver en su vida. Allí fue donde le sucedieron varios hechos victimizantes —secuestro, violencia sexual y desplazamiento— a manos de integrantes de grupos armados ilegales dedicados a la minería ilegal y el narcotráfico.
Su faceta estudiantil fue algo intranquila: pasó por varias escuelas en primaria y otros tantos colegios en el bachillerato; por esa situación se fue a vivir con su abuelita Cruz, una profesora en Quibdó que se dio a la tarea de ponerle los ojos encima de forma permanente como lo habría hecho su madre. Casi al término del bachillerato nació su primer hijo, Léiner David, que llegó cuando ella tenía 16 años, por lo que tuvo que hacer una pausa en sus estudios. “Fue el primer nieto de mamá y el primer bisnieto de mi abuela, un consentido al que nunca le faltó nada”, afirma.
Al año de nacido Léiner, Katery terminó el bachillerato y, de ser vigilada por su abuela, pasó a trabajar como vigilante. Ella permaneció con su abuela Cruz en Quibdó mientras su madre Odeth cuidaba el niño en Istmina, pero el corazón no le dio para más y se separó del papá. Tres años después tuvo otra relación de la que nació Lenin Darley cuando ella tenía 19 años.
La violencia
Ya con 25 años, su seño, la abuelita Cruz, le ayudó para abrir un negocio en Istmina, el cual era fruto de su pasión por la estética, las extensiones de cabello, el alisamiento y los productos de belleza. Allí empezaría una nueva realidad para Katery.
En el 2010, grupos armados dominaban el territorio y el reclutamiento forzado era el pan de cada día. Cansados de esta situación, su mamá y dos de sus hermanos se fueron a vivir a Medellín, mientras que Katery se quedó junto a sus hermanos menores Francys y Marcela en Chocó.
“Por esos días los paramilitares citaron a una reunión y mi hermano Francys de 18 años no asistió; así empezó todo este calvario. Los mismos amigos de él, con los que se crio en la infancia, eran integrantes de esos grupos armados urbanos y comenzaron a buscarlo para matarlo por orden del comandante. Yo, como siempre bien atravesada, los enfrenté y ahí fue la de Troya”.
Luego de encararlos en su propio terreno, Katery regresó a casa y era como si un huracán hubiese pasado por allí. Encontró a varios hombres en el sitio. “Necesitamos a su hermano. La ley acá somos nosotros y el que no vaya a las reuniones tiene que haber comprado su bóveda y su lápida”, le dijeron en tono amenazante. Después la golpearon y se la llevaron en mototaxi.
Ella no recuerda nada más, solo que seis hombres se la llevaron a rastras de la casa y le dieron un cachazo tan fuerte que volvió a tener conciencia al día siguiente, cuando la dejaron tirada en las escaleras de su casa, con la ropa y la cara destruida, como si una tractomula le hubiese pasado por encima.
“Busqué un amigo policía y me ayudó a salir de Istmina porque me llegó la razón que teníamos tres horas para salir del pueblo. Francys, Marcela y mis dos hijos llegamos escoltados hasta Tadó y luego a Quibdó, donde puse la denuncia en la Fiscalía y entré al programa de víctimas protegidas”.
Todos esos problemas derivaron en la muerte de sus dos seños: Cruz y Odeth murieron en menos de dos años luego de estos acontecimientos. La abuelita no soportó la impresión de ver a su nieta amenazada, mientras que su mamá sufrió mucho el asedio constante de las llamadas preguntando dónde estaban sus hijos porque los iban a picar.
Katery recorrió el país con el grupo de víctimas protegidas. Bogotá, Barranquilla y Medellín fueron algunas de las ciudades en las que vivió, pero fue en “Curramba, la Bella”, después de muchos ires y venires, en donde encontró el mayor apoyo, la oportunidad de estudiar estética y comenzar a progresar de nuevo. Sin embargo, la violencia no la había olvidado, por lo que tuvo que salir huyendo rumbo a la capital del país por amenazas y extorsiones debido a su progreso.
En Bogotá conoció una nueva pareja y tuvo a su tercera heredera, su hija Liana Dahiara. Lamentablemente, fue una felicidad fugaz porque la muerte tocó su puerta de nuevo. El 18 de septiembre de 2017 su compañero fue asesinado en Bogotá a mano de grupos urbanos de Ciudad Bolívar. Sin embargo, pese a su soledad y tres hijos a cuestas, Katery no se dejó derrumbar y terminó viviendo en Dosquebradas, Risaralda, en casa de unos familiares que le tendieron la mano.
“La violencia me ha quitado mucho, mi abuela, mi madre. La niña ni siquiera tiene el apellido del papá porque no alcanzamos a ponérselo. Todo esto me ha obligado a ser fuerte. Nadie sabe por lo que yo pasé y no se lo deseo ni a mi peor enemigo”.
El sueño
Fue en tierras cafeteras en donde Kate comenzó a tener mucho más contacto con entidades como la Unidad para las Víctimas y la Personería, que han sido fundamentales en su proceso de recuperación emocional. “En la Unidad la funcionaria Mónica Navarro no ha sido solo la psicóloga, sino también la amiga, la confidente y una piedra gigante en la cual me puedo apoyar”.
Katery es ejemplo de valentía y emprendimiento, con muchas ganas de cumplir un sueño: tener una casa con estética afro. “Ojalá me dieran la indemnización para poder dar la cuota inicial de mi casa y sacar mi proyecto adelante”, reclama.
“Ellos irrumpieron en un cuerpo que no les pertenecía, pero me dejaron viva y eso fue suficiente para sacar adelante a mis hijos. Un día entrevistarás a la empresaria Katery, voy a tocar puertas para tener mi estética y mi spa. Mi abuela siempre me dijo: «Cuando el camino es fácil, por ahí no es, cuando más oscuro está la noche es porque ya va a amanecer»”, añade.
Su pasado fue muy duro y la obligó a dejar todo y llegar a ciudades agresivas, pero según ella, esa fue una oportunidad mayúscula que le brindó Dios: “La violencia nos obliga a cambiar el camino, pero no el sueño. Yo quiero ser líder de mujeres echadas para delante, proactivas, y tengo en mi mente capacitación, emprendimiento y empoderamiento. ¡Ya despegué y no voy a parar!”.